Un cuadro de Estado, no un burócrata
Durante las semanas recientes, en ocasión del debate y aprobación de las reformas al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), se han vuelto a escuchar las quejas contra los partidos, cuyo monopolio de la representación algunos consideran el talón de Aquiles de nuestra democracia.
No son voces nuevas, pues la idea de una democracia ciudadana pura, sin interferencias del Estado, surge y se reproduce casi espontáneamente en la sociedad civil como parte de la ideología dominante. Es obvio que bajo el discurso “antiestatista” no hay, ni por asomo, una pretensión anarquista, pero sí la intención de que el funcionamiento de las instituciones, incluido el gobierno, se reduzca a crear las condiciones favorables para que dichos intereses particulares se desplieguen sin más cortapisas que las derivadas de la competencia. Para los grandes empresarios, cuyas fortunas crecieron al amparo de la economía mixta en años de crudo autoritarismo, la verdadera democracia llegaría cuando ellos mismos pudieran decidir, sin intermediaciones “artificiales”, el destino general del Estado, es decir, la finalidad de la política.
La crítica contra la corrupción de los políticos se transformó en desconfianza generalizada contra todo aquello que llevara el sello público, y el discurso democrático, ensayado como instrumento de presión contra el poder de la alta burocracia, pasó a identificar explícitamente la adopción de un nuevo “modelo” económico, fundado en el debilitamiento del Estado, con la creación de un nuevo orden político y social. Sin embargo, como probó la historia, ese gran cambio resultaba imposible sin el gran reajuste emprendido por y desde el gobierno, es decir, desde la cima del Estado, quien sin mucho pensárselo adopta el proyecto de modernización que los privados habían sostenido, pero sin ceder los hilos del control social y político.
La sincronía de los cambios democráticos ocurridos en México con las profundas transformaciones en el mundo hizo a muchos creer que se trataba de la misma “ola” transicional, sin reconocer en dicho proceso más que la actuación de los grupos de poder, cobijados ahora bajo las nociones del llamado Consenso de Washington, pero haciendo a un lado en la visión del futuro el impulso ciudadano y popular que, en rigor, mantuvo en pie las banderas de la democratización real del país..
No extraña, pues, que algunos grupos privados se conciban a sí mismos como los verdaderos sujetos de la democracia aquí y ahora.
Cuando el dueño de Tv Azteca se permite recordar al Presidente de la República sus aportaciones, digamos, a la “libertad de expresión”, es obvio que a la prepotencia personal del rico comerciante se une la displicencia ideológica de quien se cree un pilar indispensable para la convivencia nacional.
El desprecio por los políticos, cualquiera que sea su origen o conducta (incluidos los serviles), la desconfianza ciega a la actuación del Estado, no son, pues, un accidente en la disputa por una ley, sino la expresión de una burda mistificación de la realidad, la cual ha sido promovida y auspiciada por los últimos gobiernos, pero especialmente por el del inefable Vicente Fox, quien se sentía satisfecho de ser un “presidente empresario”. Tamaña ridiculez le sigue costando cara al país, como se advierte con una simple ojeada a la prensa nacional.
El último tramo de esta disputa se ha dado a raíz de la reforma electoral, que sin duda toca aspectos sensibles, pero inaplazables de la relación perversa de los medios y la política.
Si bien la resistencia de las grandes empresas no consiguió el propósito de impedir la aprobación de dicha reforma, sí ha logrado, al menos en parte, sacudir con una nueva campaña contra los partidos bajo el supuesto de salvar el carácter autónomo y ciudadano del Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE). En este punto, como en otros, no se reconoce la naturaleza del trabajo parlamentario y, en definitiva, el carácter de representes de la nación que la Constitución confiere a los legisladores. Se dice, como si fuera una verdad obvia, que por el solo hecho de ser miembros de los partidos, los legisladores no pueden ser imparciales a la hora de, por ejemplo, elegir a los nuevos consejeros del IFE, aludiendo con razón a la anterior elección del Consejo General, pero olvidan citar las condiciones que favorecieron tantas irregularidades y que hoy, al menos en una proporción significativa, se han corregido.
Mientras más transparente sea esa decisión, mejor. El nuevo presidente del IFE tendrá una tarea de envergadura inédita para la cual hace falta compromiso, seriedad y un talante constructivo, pero también entendimiento del país, más allá del área dominada por los especialistas. Hace falta un cuadro de Estado, no un burócrata obsecuente. Un sabio más que un grillo. Los aspirantes están a la vista de todo el mundo y no hay que exagerar el misterio. En todo caso, México requiere en el IFE a los mejores consejeros, reconocibles por su probidad, experiencia y talento profesional. Y eso no es tan difícil de medir y comprobar.