Usted está aquí: miércoles 28 de noviembre de 2007 Política Más alla de las campanas o lecciones de la crisis de Catedral

Bernardo Barranco V.

Más alla de las campanas o lecciones de la crisis de Catedral

A más de una semana de la irrupción violenta a la Catedral de supuestos simpatizantes del PRD, el repudio es generalizado; una acción a todas luces reprobable. Ni la imprudencia provocadora del personal de la Catedral ni media hora de repique de campanas justifican de modo alguno actos de vehemencia ni acechos violentos. Pareciera que con su reapertura, pactada este sábado, los acuerdos alcanzados entre arquidiócesis, gobierno capitalino y el PRD son una buena señal y esperamos que los compromisos asumidos sean respetados.

Sin dramatizar el episodio, no puede reducirse a un hecho anecdótico o apenas relevante como algunos comentaristas han intentado minimizar; la irrupción a la Catedral expresa los niveles de intolerancia, falta de diálogo e incumplimiento de acuerdos de dos actores centrales en el entramado político social del país: la Iglesia católica, por un lado, y un partido político como el PRD, por otro.

El lamentable acto culmina una larga cadena de desencuentros, fricciones, confrontaciones y antagonismos, en la que ambos son responsables de posicionamientos irreductibles y de contribuir a enrarecer la atmósfera política del país. Tampoco se valen las generalizaciones, porque no es un conflicto de toda la Iglesia contra toda la izquierda. Da la impresión de que el desencuentro ha sido monopolizado por las facciones más radicales que han llevado el diferendo a los límites actuales. Sin embargo, el episodio muestra igualmente el nivel de crispación y de heridas no cicatrizadas, cuyo epicentro se sitúa en el pasado proceso electoral de 2006. ¿Cuántas otras heridas abiertas permanecen así en otras esferas de la vida política de México?

Es importante subrayar que no hay persecución religiosa en México como se ha querido ver en algunos portales católicos. La Iglesia mexicana ejerce una libertad rasa que no había gozado en los últimos 150 años; pese a las residuales restricciones jurídicas, que son una realidad si miramos comparativamente la libertad religiosa en otros países, los obispos y ministros religiosos pueden y de hecho opinan de cualquier tema y en el tono que desean, sin que haya prácticamente alguna restricción, salvo, por supuesto, en los procesos electorales. Por eso no es válida la comparación de la situación actual de la Iglesia con la suspensión de culto en los años 20 que precedió a la guerra cristera. Es una comparación abusiva que busca alarmar y vender un escenario inexistente.

Durante la cristiada hubo un gobierno anticlerical que usó el poder del Estado para someter tanto a la jerarquía católica como a sus fieles a un proyecto hegemónico. La ley Calles y la represión abierta desencadenaron una costosa guerra fratricida. Dicho anticlericalismo no forma parte de la agenda de los actuales poderes públicos, pero hay que reconocer que se presentan resabios anticlericales y rasgos de intolerancia en sectores de la sociedad, incluso aquella que se profesa católica. Por ello, cuando la arquidiócesis y el cardenal se victimizan y se declaran la parte damnificada no hacen sino ratificar su corresponsabilidad en el conflicto. Ante la opinión pública pretenden ser la parte agraviada, ofendida y avasallada. Argumentan, además, que en el país no se ha alcanzado la plena libertad religiosa. En la lectura del cardenal, este hecho mostraría la urgente y necesaria segunda generación de reformas en materia religiosa e incorporar el tema en la reforma del Estado. Dicha solicitud, por cierto, ha sido rechazada por el momento en reiteradas ocasiones por la clase política.

El antecedente más apropiado y cercano es el caso de Chihuahua en 1986. En aquel entonces, la Iglesia católica y numerosos grupos sociales cercanos al PAN alegaron un fraude electoral con Fernando Baeza. Como medida de protesta, el arzobispo de Chihuahua, Adalberto Almeida Merino, decidió cerrar los templos. Esto generó la intervención del gobierno federal, cuyo secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, negoció con Girolamo Prigione, entonces delegado apostólico, la reapertura de los templos y el servicio de culto. Prigione gestionó eficazmente en el Vaticano y desde allá, disciplinadamente, se obligó al obispo a reabrir los templos y a dar marcha atrás. El argumento de fondo y de mayor peso era que no se podía, ni siquiera por motivos políticos, utilizar el cierre de templos como medida de presión política.

Hoy, a más de 20 años, estamos ante un paralelo bizarro: las autoridades dicen que la Iglesia sí puede cerrar templos, porque está en su derecho; hay un nuevo marco jurídico, y el nuncio apostólico y el Vaticano parece que apoyan la medida y han utilizado el cierre de la Catedral como un instrumento de presión política.

¿Qué queda? ¿Arrebatar y alejar del conflicto a los sectores más radicalizados tanto religiosos como políticos? En el interior del PRD se ha desatado una disputa porque la intromisión ya ha tenido altos costos políticos. Igualmente la conferencia mexicana de los obispos, apoyada por el Vaticano, debe conducir con mayor asertividad y moderación el conflicto, así como el tema de las reformas en materia religiosa.

La arquidiócesis y el cardenal deben conducirse con extrema prudencia si no quieren seguir viéndose inmiscuidos en nuevos escándalos, cuyos costos político religiosos sean igualmente incalculables. Sí, ver más allá de las campanas.

 
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