Mar de Historias
Cadenita de oro
América no estaba herida, sólo tenía algunos golpes a consecuencia del accidente. Le pedimos que subiera a la oficina, donde iba a estar más cómoda, pero no quiso. Prefirió quedarse a la entrada del edificio, mirando su coche con la portezuela hundida y sin espejo retrovisor.
Al verla tan preocupada, el conserje se ofreció a darle el teléfono de un taller donde le harían la compostura por la mitad de lo que pudieran cobrarle en otra parte. América siguió inquieta. Lo atribuimos al susto de verse envuelta en un choque y procuramos alegrarla haciéndole ver que el accidente había sido muy afortunado: sólo causó su retraso en el trabajo y un severo embotellamiento en Reforma norte.
Nuestros compañeros, que habían salido para auxiliarla, regresaron a sus oficinas. Entonces me quedé con ella mientras llegaba su esposo, Juvenal.
–Mejor vete. La embotelladora en donde trabaja mi marido queda cerca de Tepozotlán. Con el tráfico que hay tardará por lo menos hora y media… Pobre, me da tanta pena causarle esta molestia.
Le dije que sería mejor llamar a Juvenal, decirle que no era necesario que hiciera un viaje tan largo, ya que, mientras optaban por un taller, ella podía dejar el coche en el estacionamiento del edificio. Mi sugerencia ahondó la preocupación de América:
–Pero es que ya lo llamé. De seguro viene en camino y si le salgo con que mejor se regrese, va a molestarse o quién sabe qué se imagine.
América hablaba sin mirarme para ocultar el miedo reflejado en su voz. Le pregunté si le preocupaba lo que iba a costar la compostura, y negó con la cabeza. ¿A qué le temía?
–No quiero darle otra preocupación a mi marido. Mis problemas lo afectan mucho. Enseguida se llena todo de urticaria y no puede comer.
Le recordé que el accidente no había sido culpa suya, sino del microbusero que quiso rebasarla a toda costa. América suspiró:
–Pues sí, pero Juvenal va a decir que no tuve cuidado y a lo mejor hasta cree que iba maquillándome. Una vez me sorprendió haciéndolo y ahora, cada vez que voy a subirme al coche, me dice: “Cuidadito con untarte tus porquerías mientras vas manejando”.
La recomendación, más apropiada para una niña que para una mujer de 32 años, me hizo concebir a Juvenal como un hombre severo y autoritario. Quise saber cuánto llevaban de casados.
–Dieciséis años. Es una eternidad si te pones a ver que ahora los matrimonios duran cinco años y a veces menos. A lo mejor el que haya tantos divorcios se debe a los problemas económicos.
Agregué lo que ella no se había atrevido a decir: o a que las mujeres ya no aceptan malos tratos. América se llevó la mano al pecho y acarició su cadenita de oro:
–Por fortuna Juvenal jamás me ha golpeado. Y es que procuro no darle motivo, aunque a veces me cuesta trabajo quedarme callada cuando es injusto conmigo o estoy en desacuerdo con él. En ese aspecto he seguido el consejo de mi madre. Si le cuento que me molesta algo que hizo Juvenal, ella me recomienda ser prudente, no arriesgarme a una discusión y mucho menos delante de mi hija, porque si no después, cuando mi Estrella se case, seguirá el mismo ejemplo. Es algo que no me gustaría.
Le pregunté a América si conservaba esa actitud prudente aun cuando Juvenal no tuviera la razón.
–Prefiero callarme que discutir. Me asustan los gritos, quizá porque nunca los oí en mi casa. Mi madre jamás ha gritado, ni siquiera cuando descubrió que mi padre iba a los gallos y perdía todo su dinero en apuestas. Mientras, nosotros nos la pasábamos negras, viviendo de lo que mi mamá conseguía bordando manteles, ropa de bebé y cosas así. La recuerdo mucho sentada junto a la ventana, apuradísima por entregar un trabajo.
Fui indiscreta: le dije a América si no sentía rencor hacia su padre.
–No. ¿Por qué? Él no ha sido malo: nunca nos maltrató ni golpeó a mi madre; sólo fue muy desobligado.
Insistí en que eso también era una forma de maltrato, y América se sorprendió:
–Nunca lo había visto en esa forma, pero tal vez tengas razón. Juvenal, por fortuna, es muy responsable y metódico. Si no fuera por él mis quincenas no me rendirían. Le entrego mi sobre y me dice: “Vas a gastar tanto en esto, tanto en aquello y lo demás lo meto en mi cuenta. Cuando necesites algo, me lo pides y si veo que el gasto que quieres hacer es indispensable, pues te lo doy”.
Pensé en la posibilidad de que a Juvenal no le pareciera “razonable” que su mujer gastara en darse un simple gusto. ¿Qué sucedería entonces?
–Pues nada, me aguanto y me quedo con las ganas, esperando otra oportunidad para convencerlo de que me permita gastar mi dinero. Por cierto, voy a tener que pedírselo para componer el coche. Era suyo. Jamás lo chocó. Bueno, con decirte que ni siquiera le dio un raspón. Ahora, cuando lo vea, ¿te imaginas cómo se va a poner? ¡Furioso!, si no es que peor.
¿Eso significaba que podría llegar a golpearla? Asustada, América lo negó:
–¡Ni soñarlo! Él no es violento. Si algo de lo que hago le disgusta, nada más deja de hablarnos a Estrella y a mí durante días, pero nunca más de una semana. La vez en que la niña le preguntó por qué se comportaba así, él no le contestó, ni siquiera al verla de rodillas. Juvenal se fue y para que mi hija no tuviera una impresión desagradable de su padre le dije que él no era malo y había reaccionado así por mi culpa.
No tuve que pensar mucho para saber que esa táctica formaba parte del “manual de la perfecta esposa” ideado por la madre de América. Sentí curiosidad por Estrella:
–En diciembre va a cumplir 15 años. Físicamente se parece mucho a Juvenal, pero en la forma de ser es como yo, aunque a veces se me pone rebelde. Me preocupa, aunque sé que con el tiempo uno se amansa. Lo digo por experiencia: cuando yo era chica protestaba por todo. Luego mi madre me enseñó a medirme, a callarme y ahora, gracias a eso y a que Juvenal es buena persona, mi matrimonio va bien y espero que siga así.
Le pregunté si nunca había pensado en divorciarse:
–¡Jamás! Ni siquiera cuando supe que Juvenal andaba con una tal María. Gracias a mi madre entendí que más allá de la puerta de su casa los hombres son libres. Mientras a una como esposa no le falte nada, lo mejor es callarse, pero esa vez no pude. Una noche le reclamé a Juvenal su infidelidad. Me salió con que él era como todos los hombres y que no se hablara más del tema si no quería tener problemas en serio.
No logré imaginarme cuál podía ser mayor bajo las circunstancias por las que atravesaban:
–Pues que me dejara. Él me hizo ver qué haría yo sola, con mi hija y ganando un sueldito. ¡Ser nadie! ¡Morirme de hambre! Por eso le agradezco tanto que no me haya abandonado a pesar de que a un hombre, como dice Juvenal, nunca le faltan oportunidades. Él piensa que es responsabilidad de la mujer impedir que su esposo las aproveche. ¿Cómo? Dejándose de reclamaciones tontas y olvidándose de convertir la casa en un campo de guerra. Los hombres batallan mucho en su trabajo y cuando vuelven al hogar es natural que quieran tranquilidad.
Respondí a la confianza de América siendo honesta con ella: las mujeres luchamos igual y queremos la misma tranquilidad al regresar a la casa. Su marido ni siquiera lo había tomado en cuenta y su actitud me pareció muy egoísta.
–Por mi culpa lo estás juzgando mal y eso me hace sentirme injusta con un hombre que me trata bien. Es verdad lo que te dije: nunca me ha puesto la mano encima ni me ha tratado a punta de majaderías, como hacen otros hombres con sus mujeres.
América volvió a llevarse las manos al pecho y sonrió al acariciar su cadenita de oro. Era obvio que la joya significaba mucho para ella.
–Pues sí, porque me la regaló mi mamá. Ella quiere que se la entregue a mi Estrella el día de su boda, si es que se casa, porque ahora los hombres, como tienen tantas facilidades con las mujeres, no quieren compromisos.
Vimos un coche detenerse frente a nosotras. Era el de Juvenal y América corrió a su encuentro:
–Ay, mi amor, qué pena que te hice venir desde tan lejos y todo por mi estupidez… Imagínate lo que le hice a tu coche. Te juro que no fue mi culpa y que pagaré la compostura con mi dinero. Qué bueno que tú me lo estás guardando, porque si no, con lo manirrota que soy no tendría con qué resolver problemas como éste. Dime que me disculpas, que no estás enojado. Háblame por favor.
Por lo que escuchaba me di cuenta de que Juvenal había agregado a los consejos maternos recibidos por América nuevos principios que le expropiaban a su esposa el derecho a verse tratada como una mujer, como una persona adulta.
Aunque desde el accidente no he vuelto a hablar con América, pienso mucho en Estrella: espero que su madre le herede la cadenita de oro pero no los principios en que se basa la condición de esclava.