Viajera
¿Recuerdan esa sabrosa canción de los años 40 del pasado siglo? Rememorando el sugerente título, hoy voy a hablar de un viaje maravilloso a una de las ciudades más deslumbrantes de nuestro país: San Cristóbal de las Casas, situada en los altos de Chiapas, fue fundada el 31 de marzo de 1528 con el nombre de Villa Real; posteriormente, se le otorgó el grado de ciudad el 7 de julio de 1536, en que el conquistador Diego de Mazariegos cambió el nombre por el de Ciudad Real, en honor a su ciudad natal en España. Tras la anexión de Chiapas a México, el 14 de septiembre de 1824, la ciudad tomó su nombre actual por el patrono de la ciudad, San Cristóbal, y del defensor de los indígenas, Fray Bartolomé de las Casas.
Con construcciones de todos los siglos, caminar por sus calles estrechas, con banquetas de pulido mármol dorado, constituye un deleitoso paseo por su historia, al igual que sucede en nuestro Centro Histórico. Conserva varias joyas arquitectónicas extraordinarias, entre las que sobresale el templo de Santo Domingo de Guzmán, que fue la primera iglesia barroca construida y la más importante dentro de las edificaciones dominicas en la entidad. Esta orden se encargó de evangelizar a la mayor parte de la población indígena. El arribo dominico se dio el 12 de marzo de 1545, tras un largo viaje desde Salamanca, España. Al poco tiempo se le otorgaron seis solares para la construcción de lo que sería la primera iglesia y convento, los cuales tendrían múltiples modificaciones a lo largo de la época virreinal.
Para fines del siglo XVII, ambas edificaciones ya tenían prácticamente el aspecto que vemos en la actualidad. Tras las leyes de exclaustración, el convento tuvo distintos usos, entre otros, de cárcel. Actualmente, el templo continúa a cargo de la orden dominica y diariamente se ofician ceremonias religiosas.
La exuberante fachada, genuina alhaja barroca, es sin duda una de las mejores de América. Las exquisitas figuras que la adornan se modelaron en argamasa y conjugan elementos arquitectónicos, escultóricos y decorativos en bajo y alto relieve, como un mensaje emblemático para la historia local, ya que éste era el templo dominico de mayor importancia en la entidad, y desde él se decidían los rumbos evangelizadores para las diferentes poblaciones a cargo de la orden.
El interior conserva el ancho y, probablemente, la longitud de la primera nave. Su planta es de cruz latina y conserva partes originales del piso de madera. La bóveda de la nave y el presbiterio poseen siete arcos transversales, así como un sistema de iluminación interior, poco usual, mediante ventanas rectangulares enmarcadas por pilastras y frontones triangulares de estuco. Aún se conserva el órgano virreinal.
Los muros interiores del templo están recubiertos casi en su totalidad por paneles de madera y ocho retablos salomónicos estofados en oro y con soberbias esculturas de origen guatemalteco, así como pinturas religiosas, esencialmente producción de los gremios de artistas locales. Sobresale el bello púlpito que parece surgir de entre los muros y es uno de los pocos ejemplares en su tipo en Latinoamérica; destaca por los motivos vegetales laberínticos y por su forma de cáliz.
Al norte de la iglesia se encuentra el antiguo convento, magnífica construcción que consta de tres crujías de dos plantas, en torno a un patio de doble arquería en los cuatro costados y con un pozo central. Actualmente, este espacio alberga el museo histórico de la ciudad, conocido como Museo de los Altos de Chiapas, que en los años recientes ha tenido un notable renacimiento bajo la dirección de la antropóloga Lourdes Herrasti, quien con verdadera pasión y entrega, ha renovado el inmueble y la museografía. Se muestra la historia de la ciudad con colecciones de tipo histórico, artístico, arqueológico y etnográfico, y constantemente hay magníficas exposiciones temporales y actividades educativas y culturales, convirtiéndolo en un modelo para los museos del país.
Esto sólo bastaría para visitar la prodigiosa ciudad, en donde además se consiguen los más bellos textiles elaborados en telar de cintura y bordados, así como buena cerámica, pero a ello hay que sumarle la cercanía con dos fascinantes poblaciones indígenas, muy distintas entre sí, no obstante compartir la lengua tzotzil: San Juan Chamula y Zinacantán. Los primeros, con sus atuendos de gruesa lana, blanca o negra según el rango en la comunidad, y los segundos con vestimentas bordadas con coloridas flores, que son reflejo de las que siembran en múltiples invernaderos.
Los sábados en el mercado, en donde puede adquirir las velas escamadas, auténtica filigrana en cera y mil cosas más, se puede degustar la famosa sopa de pan, finura gastronómica única de esta ciudad, que requeriría muchas, muchas crónicas, pero mejor hay que visitarla.