Impronta en México
La relación de Maurice Béjart con México es intensa, honda, determinante. Influyó de manera notable en muchos cambios positivos en la creación artística en el país. Desde aquella visita con tres programas monumentales a principios de los años 80 del siglo pasado, nunca dejó de fungir como un referente definitivo para la cultura nacional, no sólo en el ámbito de la creación dancística, sino otros campos incluso insospechados.
Aquella ocasión presentó un programa Mahler apabullante, una sesión Stravinsky demoledora y un tercer programa ecléctico con sus mayores querencias: Mozart, Queen, el espíritu femenino, la vocación coral de su manejo del cuerpo masculino.
De inmediato empezaron a florecer en los atriles de las orquestas mexicanas las partituras de Mahler. De súbito aparecieron grupos de danza independientes que seguían claramente los derroteros estéticos dictados por Béjart, tanto la valoración humanística del bailarín (su alter ego Jorge Donn alcanzó niveles de semidiós, absolutamente terrenal), como una sensualidad exquisita y divertida, una capacidad de irreverencia que nunca dejó de lado el altísimo rigor técnico que imprimió en todo su trabajo.
Béjart, ese minotauro mágico y misterioso, entregó su vida al trabajo en bien de los demás. Murió creando en su estudio de Lausana, Suiza, donde La Jornada tuvo oportunidad de documentar una sesión creativa con su grupo, la elaboración de una de sus obras póstumas (La Jornada, 23/02/2001).
Es evidente que hay una forma de entender la cultura antes de Béjart y una nueva, refrescante, gracias a este noble maestro.