REPORTAJE /A 10 años de Acteal
Policías “revisaron” casas que sus habitantes dejaron cerradas con candados
En el lugar de los hechos, todas las huellas del trabajo de exterminio
No hubo elementos para suponer que se trató de un “conflicto intracomunitario” ni de “venganza”. Fue una acción preparada y realizada por bandas armadas que recibieron apoyo del ayuntamiento
Los atacantes, identificados; entre las víctimas, 21 mujeres y una decena de niños
Ampliar la imagen Peregrinación de Polhó a Acteal, en demanda de justicia. La imagen, de enero de 1998 Foto: José Carlo González
Acteal, 23 de diciembre de 1997. En donde ha estado la muerte se siente su presencia. Aquí acaba de suceder la mayor masacre de mujeres y niños en la historia “moderna” de México. En esta hondonada rota, surcada de huipiles ensangrentados y toda la destrucción de una horda, apenas anteayer se asentaba un campamento de 350 refugiados. Sus casas habían sido quemadas un mes atrás (La Jornada, 24 de diciembre).
Las víctimas se encontraban a orillas de Acteal, rezando. Así, de rodillas, los cogieron por la espalda, desde los cerros circundantes, los disparos de armas de alto poder. Según los sobrevivientes, la balacera comenzó a las 10:30 de la mañana, y Seguridad Pública (SP) acepta haber entrado a Acteal a las 17 horas. “No había nada, y luego que aquí es normal que haya disparos”, dice un comandante de la policía, sin insignias (resultó ser el teniente coronel Roberto García Rivas).
Con seis horas a su disposición, los sicarios pudieron efectuar su trabajo con eficiencia numérica: la cifra de muertos duplica la de heridos. “No teníamos ni con qué defendernos”, lamenta con rabia Juan. Incluso a los más bilingües se les dificulta hoy hablar castilla. Relatan el horror en tzotzil, esta mañana, en Polhó. En la escuela de Polhó, unas 200 personas lloran intermitentemente. Una hora pasamos allí los reporteros, y en ningún momento se acalló el llanto. Todos querían hablar. El traductor omitía cosas; varias veces, él lloraba.
Una mujer embarazada cayó moribunda en la explanada del campamento. Los asesinos llegaron hasta ella para rematarla. Y uno de ellos, “con un cuchillo –relata un testigo y hace un ademán de puñalada, que inmediatamente reprime con un temblor– le sacó su niño y lo tiró allí nomás”. (La nota original decía que esa víctima fue Rosa Gómez Cruz; un error de nombre en medio de la confusión trágica. Al parecer, el testigo se refería a Catarina Luna Pérez, con cinco meses de embarazo, quien recibió cinco machetazos. Sobre esto volveremos más adelante).
A Juana Vázquez “primero la mataron y luego la robaron”, dice un joven mostrando una bolsa de red. “La traían los paramilitares, y salió este chamaquito. Le preguntaron adónde vas, y él dijo al baño, y le dijeron ten esta bolsa, apúrate y cuando regreses nos ayudas a cargar la bala”. El aludido, Miguel, permanece silencioso, sucio, con los ojos abiertos. De la red salen dos naguas de mujer, un huipil primoroso y un cinturón bordado en rojo. El tesoro de la bordadora lo llevaban sus asesinos de botín.
María, pequeña madre, carga su bebé a la espalda, apoya su cabeza en el pecho del reportero. Se estremece. Su hermana, Elena, habla: “murió su padre, su hermano, su cuñado”. El niño de María, envuelto en el rebozo, llora ya cansado de llorar.
Una hermosa niña de unos 12 años, Guadalupe Vázquez Luna, y su hermanito, son los únicos sobrevivientes de otra familia. Su padre, Alonso Vázquez Gómez, era jefe de zona de los catequistas. Guadalupe lo vio morir, a su mamá, a su tío Victorio, quien era promotor de salud, y a un hermanito.
Operación limpieza
Esta mañana, Acteal está desierto. En la cancha de basquetbol un centenar de policías y militares de Fuerza de Tarea vigilan a cientos de metros del lugar de la masacre. Nuestra llegada interrumpe su “revisión” de las casas abandonadas, cuyos habitantes dejaron cerradas con candados. Todas las casas están saqueadas, y no queda un sólo candado en su lugar.
En la madrugada, Jorge Enrique Hernández Aguilar, ex procurador chiapaneco y titular del Consejo Estatal de Seguridad, y el subsecretario de Gobierno, Uriel Jarquín, supervisaron, antes que llegaran los periodistas, la recolección de los cadáveres, cuya existencia negó ayer el secretario de Gobierno, Homero Tovilla Cristiani. Los agentes encargados de la operación debieron trabajar arduamente, así como los agentes del Ministerio Público. Limpiaron de casquillos y algunas ropas ensangrentadas, pero no todas.
La sangre ensucia. Todavía se ven grandes coágulos, jirones de ropa ensangrentada, así como huellas de la huída en el lodo y los matorrales. También huellas de la persecución. Un jefe policiaco, quien rehusó identificarse pero que ayer se presentó ante los indígenas como comandante, asegura haber visto a Hernández Aguilar. “A las cuatro de la mañana se ve con dificultad”, explica el oficial, quien a la señal radial de Trueno responde como Relámpago. Sus muchachos colaboraron en la recolección de cadáveres. Confirma la cifra de 45, y reitera que están aquí para ayudar a la población; se queja de la falta de confianza.
Antes de las 7 de la mañana la limpieza quedó concluida, y los funcionarios condujeros los cadáveres al Servicio Médico Forense de Tuxtla Gutiérrez. No obstante, fue hasta la tarde de hoy cuando el gobierno local estuvo en condiciones de fijar una postura oficial.
En Polhó, donde están los sobrevivientes, una mujer aprieta entre las manos el blanco rebozo ensangrentado de su hija Susana, quien está muerta. Un hombre relata sollozante: “fallecieron en la balacera todos sus hijos y su nieto. Perdió seis de familia”. Aparte murió su nuera.
La explanada del crimen
Ayer, a las 11 de la mañana, el campamento de Acteal estaba en confusión. Quedan, maltrechos, los cobertizos de ramas y palma que fueron su refugio. “Aquí estábamos rezando”, señala Pablo. Un gran claro circular. Los primeros muertos cayeron aquí mismo. Los demás corrieron hacia la cañada, y prácticamente se desbarrancaron por la caída de un río. Los grandes helechos desgarrados, la vegetación arrancada, los trapos, las huellas, la sangre, los hoyos y los cardos arrastrados muestran el rumbo de la multitudinaria huída.
Cuenta Pablo cómo iban los bebés rodando con sus mamás. Los niños chicos cayéndose y corriendo. Él iba cuidando a su hijo. Otros cargaban a los heridos. Los paramilitares no dejaron de dispararles, pero a la barranca no se aventuraron. Les bastó con rematar en una cueva a los que allí se refugiaron y dejar la primera hondonada del río sembrada de cadáveres.
“Les dispararon de arriba”, indica Pablo al descender, y da un brinco. El poder de fuego que los abatió, a juzgar por las heridas de los internados en San Cristóbal, nunca fue menor. Balas expansivas, según Pablo, y cuernos de chivo. Él los vio. Reconoció a muchos atacantes. No todos traían el rostro cubierto. Muchos jovencitos llevaban un paliacate amarrado en la cabeza, y se sentían muy guerreros. Veintiún mujeres, una decena de niños: buen récord.
Los agraviados los llaman “priístas”, pero muchas comunidades priístas son inocentes del ataque. Se trata de bandas armadas que recibieron entrenamiento militar y el apoyo del ayuntamiento oficial. Jóvenes entrenados, transformados, que atacaron contando con la Navidad. No existen elementos para suponer un acto “de venganza” o “conflicto intracomunitario”, como maneja hoy la radio estatal. Hablan los noticieros de muertos a machetazos y pedradas. Cosa de indios salvajes.
Falso. El trabajo de exterminio fue eficiente, y a su manera limpio. ¿Se puede no dramatizar esta forma de muerte fría, calculada, preparada y anunciada? Nada que ver con pleitos de familias o diferencias políticas. No es una guerra civil. Chenalhó es un escenario, un laboratorio, una puesta en práctica. De manual.
Uno de los heridos en San Cristóbal fue identificado como paramilitar. Es vigilado por la SP. De muchos otros paramilitares, los sobrevivientes conocen sus nombres. “Muchachos que se hicieron malos”, afirma Juan, tan abatido como todos los de Acteal, Chimix y Polhó. Pero además, muy indignado, dice los nombres de un Javier, un Felipe, un José y un Noé que conoce. Son de Acteal, La Esperanza, Puebla, Los Chorros, Bajo Beltic, Yibeljoj, Naranjatic, y los vio venir para matar. Los vio asesinando por todas partes.
Después de reconstruir la ruta de la huída, Pablo y Javier nos llevan a recorrer las casas de otro barrio de Acteal. Javier llega a su casa, ve un alambre mal puesto donde él dejó ayer un candado. Es de las bases zapatistas. “¡Mi grabadora!”, exclama al detectar su ausencia en la casa saqueada. Cada casa que visitamos está destruida. “Estos no fueron los paramilitares. Ellos hubieran quemado. Fueron los policías”. Poco después encuentra tirado, en el dormitorio, un sombrero de policía. Lo recoge, se lo lleva a la nariz con sorprendente instinto, y dice: “huele a caxlán”.
Empiezan a llegar hombres de Acteal, a recolectar el café que dejaron secando, los costales. Pululan perros sin dueño, que se nos pegan para tener compañía.
Al atardecer, el Ejército desplaza cientos de efectivos a Chenalhó. En Polhó informan que hay disparos en Puebla, Los Chorros y Tzajalcum, de donde son los paramilitares. Y que amenazan con atacar otros campamentos de refugiados. Cae la noche. Acteal es hoy la boca del abismo.