Monedita de oro
Si la estrategia de publicidad del presidente Hugo Chávez consiste en ganar la primera plana de los medios de comunicación a cualquier costo, lo consigue con creces. Lo ha probado en Santiago de Chile durante la Cumbre Iberoamericana, donde desde su bajada del avión se dispuso a conquistar la primacía mediática, aunque fuera a trompadas. Y para anunciarlo, se bajó cantando una de sus tonadas preferidas, interpretada a capela: no soy monedita de oro para caerle bien a todos… una especie de advertencia de que la pelea a puño limpio iba a tener en la otra esquina aun cabezas coronadas, sin exceptuar a su anfitriona, la presidenta Michelle Bachelet.
Una pelea a varios rounds, y con no pocas sorpresas en cuanto a la calidad, diversidad y cantidad de golpes y llaves. Pura lucha libre a la altura de El Santo, el enmascarado de plata, vengador de todas las causas. El Santo, El Águila Negra, El Ciclón del Caribe, cualquiera de los valientes forzudos del cuadrilátero. Nadie le hace sombra al campeón, por mucho que sus aliados más cercanos se entrometan, buscando la luz de sus reflectores, el presidente Daniel Ortega, de Nicaragua, entre ellos. A todos los eclipsa, por mucho que suban la voz y le copien los ademanes y los desplantes.
Todo lo que dice suena a premeditación. No deja nada al acaso. Lo primero que hizo fue irse a la yugular de la presidenta Bachelet, al cuestionar el tema central de la cumbre: la cohesión social, elegido por ella misma y aceptado por todos los gobiernos. Pero para Chávez, en su diplomacia de rompe y raja, no hay nada extemporáneo: “la cohesión social no me gusta, es algo terriblemente malo. El infierno puede estar muy bien cohesionado…”, dijo después de entonar su canción de la monedita de oro en el aeropuerto de Pudahuel. Una declaración de guerra en tono desafinado, no importa que después firmara el documento final de la cumbre donde la cohesión social quedó con todos sus puntos y comas.
Y por si fuera poco, enseguida se dejó ir de frente con el reclamo de la salida al mar para Bolivia, asunto en cuyo manejo el presidente Evo Morales, el principal interesado, mostró un acertado tacto diplomático en sus conversaciones con la presidenta Bachelet durante la cumbre. Pero Chávez disparó por su propia cuenta una salva de pirotecnia, con pólvora viva: “aquí todos conocemos la historia… Bolivia tuvo mar cuando vino Simón Bolívar… ustedes vean los mapas…”
La anfitriona, que comenzaba a sentirse víctima de las impertinencias de su huésped, mandó al canciller Alejandro Foxley, y al ministro del Interior, Belisario Velasco, a responder, y ambos lo hicieron sin ocultar su irritación. Foxley enlistó las ventajas que el modelo de cohesión social ha traído para Chile, como algo que está en los hechos y no en la retórica, y Velasco recordó que la salida al mar para Bolivia es un asunto bilateral, ajeno, por tanto, a Chávez. Pero él se apuntaba el round a su favor en los titulares, según lo buscaba: los demás presidentes quedaban opacados y las únicas declaraciones recogidas en los diarios de Santiago eran las suyas, por mucho que fueran contestadas tan airadamente por los dueños de casa.
Pero ya sabemos que faltaba mucho más por ver, y el show final estaba reservado para la última sesión de la cumbre. Todos vimos la puesta en escena. Sin atender a ninguna regla protocolaria, Chávez interrumpió repetidamente la intervención del presidente del gobierno español Rodríguez Zapatero, que protestaba por los calificativos de fascista con que el otro había cubierto, también desde su llegada, a su antecesor y adversario “en las antípodas”, José María Aznar. Y la escena en que un iracundo rey Juan Carlos mandó a Chávez a callar desbordó todos los límites de la diplomacia. La presidenta Bachelet, dueña de la fiesta que se le aguaba, se veía a punto de soltar el llanto, mientras Juan abandonaba intempestivamente la sesión, y a Daniel Ortega en plan de echar segunda enseñando también los puños y los dientes en beneficio oficioso de Chávez.
¿Un fiasco para Chávez? Dentro de su lógica de ser el centro obligado de la atención debe parecerle más bien un triunfo, y dentro de esa misma lógica, que tiene necesariamente un sustrato político, el papel de chico malo le resulta una forma privilegiada de heroísmo. ¡Enfrentarse a un rey! Debe acordarse de aquella leyenda ingenua que se cuenta de Bolívar cuando niño, que en pleito con el que sería Fernando VII en el patio de la escuela durante el recreo, prometió botarle un día de la cabeza la corona a pedradas.
¡Hasta dónde le alcanzarán las piedras?