Usted está aquí: miércoles 14 de noviembre de 2007 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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El custodio

Custodio, guardaespaldas, guarura: el subalterno absoluto, la profesión que exige el mayor desvanecimiento de la identidad. El estupendo actor argentino Julio Chávez interpreta este papel en El custodio, el cuarto largometraje de Rodrigo Moreno, y lo hace casi sin proferir una palabra, en el hermetismo total que le exige su responsabilidad de proteger a un ministro de la planeación nacional que alternativamente lo ignora y lo desprecia.

Rubén, el custodio perfecto, ha renunciado a tener una existencia propia y el contacto con su familia es mínimo; sólo en una ocasión se le ve reaccionar violentamente frente a los dueños de un restaurante chino. El resto del tiempo su mirada lo es todo: vigila y acecha, pero sobre todo espera, indefinidamente. Pronto queda claro que el funcionario al que protege no corre peligro alguno ni está expuesto a ningún atentado.

El custodio sólo abre las puertas a su paso, y espera. Acompaña siempre a un chofer, cuya función es mucho más importante que la suya. No recibe reconocimiento alguno por su trabajo, apenas alguna mirada de desdén o algún reproche seco por no estar presente cuando el ministro padece una insuficiencia respiratoria.

Dicho esto, cabe preguntar de qué madera está hecho un actor capaz de interpretar de modo memorable a este personaje. Julio Chávez, comediante muy reconocido en Argentina, se ha especializado justamente en encarnar a personajes enigmáticos y sombríos, desde el hombre que pierde a su familia y naufraga en la melancolía (Un oso rojo, Adrián Caetano, 2002), hasta el impenetrable personaje de El extraño (Santiago Loza, 2003), o más aún, el hombre que toma la identidad de un extraño para fabricarse una existencia nueva, más interesante tal vez que su propia identidad apagada (El otro, Ariel Rotter, 2007), actuación por la que conquistó el Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín.

El director de El custodio ha tomado el partido de filmar toda la cinta desde el punto de vista de su protagonista. No sorprende entonces que desde la primera hasta la última escena se capture el diseño geométrico de estacionamientos, edificios, puertas, quicios y perspectivas urbanas que son todo lo que invade permanentemente el campo visual de Rubén.

El espectador contempla con él fragmentos de una ciudad y a lado suyo se somete al mismo ritmo de espera. Poco después transita hasta los espacios cerrados de su universo doméstico, marcado por la precariedad material y el desequilibrio sicológico de su hermana. El mundo ajeno del bienestar económico y del prestigio aparece como un contrapunto inevitable a ese entorno gris y deprimente en el que transcurre la poca vida familiar que le queda, y el custodio lleva en el rostro, en cada uno de sus gestos, y a flor de piel la impronta de esta mediocridad cotidiana.

Su única distracción es frecuentar mecánicamente a una prostituta que se ocupa de él con diligencia irreprochable y fría. Esta rutina la captura Bárbara Álvarez en una fotografía sobria, de planos fijos, casi congelados, que ilustra con acierto el estado de ánimo del protagonista, siguiendo de cerca su contemplación perdida.

Un cine minimalista que poco a poco conquista un mayor número de adeptos en festivales y circuitos de arte, y que lo mismo remite al cine del francés Laurent Cantet (Tiempo de mentir/L’emploi du temps, 2001), o en la virulencia de su desenlace a una cinta de Fassbinder, de 1969, ¿Por qué corre amok el señor R.?, memorable crónica de un descarrilamiento mental.

 
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