México en el museo de las artes primeras
Fue hace casi 30 años, durante una cena en París en casa de Juan Soriano y Marek Keller, cuando comprendí qué era la coquetería al observar los grandes ojos de Cristina Rubalcava. Un parpadeo, un movimiento del globo ocular meciendo la pupila rodeada de su iris, de un lado a otro, arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha. Una sonrisa enigmática, congelada como la luz en una fotografía, que promete secretos. Un reojo hacia su pecho, con ese poder de sus ojos que gobiernan, como un timón, la mirada de quien la mira. La coquetería debe ser eso: dirigir los ojos del otro a donde se pega la gana. Los ojos de Víctor parecían inmantados. Los de él y otros.
Así deben ser los ojos de “la putilla del rubor helado”. Cristina posee ese don, pero tiene también una inocencia en la mirada que provoca la carcajada del burlador de la muerte y causa la resurrección. Quizá por eso, nadie como ella para pintar a la Gran Coqueta: la calaca. A la manera de Posada, a la suya, sobre todo. ¿Quién si no ella puede fabricar catrinas que inspiran la costura del modista Ungaro?
Si Rubalcava sabe pintar la Virgen de Guadalupe como la imaginamos los mexicanos –el 12 de diciembre exhibe sus cuadros en su altar en la catedral de Notre-Dame de París– esta semana de “muertos y santos”, ha pintado y expuesto sus muertitos –como ella los llama– en el Museo des Arts Premiers, conocido por el sitio en que se encuentra como Quai Branly, sus muertitos.
El museo decidió festejar santos y conmemorar muertos de acuerdo con la tradición mexicana: calaveras que bailan, calacas de dulce, cráneos de muertos azucarados, paletas de chocolate con la forma de los muertitos diseñada por Rubalcava. Las actividades se multiplicaron durante una semana a la vez gastronómica, festiva y macabra –cabe recordar el origen francés de esta palabra, con la cual se designaba la danse maccabé, representación alegórica de la muerte que arrebata de este mundo a personajes de las más diversas condiciones en una ronda de baile, danza probablemente litúrgica de la época medieval representada para recordar que ante la muerte todos somos iguales y que nada se parece más a un esqueleto que otro esqueleto.
El Museo del Quai Branly, creado por Jacques Chirac –cuya pasión por estas formas de artes es notoria– durante su presidencia de Francia para acoger piezas de las antiguas civilizaciones de América, Asia y África, fue auxiliado en este festejo a las tradiciones mexicanas por el Instituto de México en París al cual, por cierto, su actual directora, Carolina Becerril, ha hecho el milagro de resucitar: ardua labor después de la deleznable, ridícula, e incluso risible, gestión anterior.
Así, el público pudo seguir visitas guiadas de las colecciones mexicanas y americanas del museo, descubrir cómo cada pueblo de la América prehispánica aprehendió y domó a la muerte. Deleitarse con la misteriosa película de Roberto Gavaldón, Macario. Asistir a los talleres dirigidos por la actual directora del ballet de la Casa de México de la Cité Universitaire, Isaura Corlay, donde los visitantes pudieron darse la ilusión de bailar la danza de los concheros, el danzón, la polka o el son jarocho, bailes representados por cuatro bailarines el último día de este festejo.
Celebración a la tradición mexicana con el altar de muertos central creado por Rubalcava y con su mural, inspirado en las canciones de “Los cinco tigres: Recorrido de los corridos, expuesto en el museo, durante esta semana de muertos danzantes. Festejo que tuvo su culminación con la conferencia de Cristina sobre el muralismo enfrente de su tela-mural, donde los esqueletos bailan al son de la música: las asesinadas de Juárez, los muertos de Zacatecas, los difuntos de tantos rincones de México que entran en nuestra historia con su desaparición: Diego, a quien conoció a sus seis años en el barrio de San Ángel, como un vecino; Frida, que la asustaba con su lado sombrío, oscuro; Consuelito Velázquez, quien le respondió a su pregunta: “¿cómo compuso Bésame mucho? “Tenía 17 años y nunca había besado”.
Sin duda, en el Museo del Quai Branly, los muertitos de Cristina Rubalcava fueron devorados por unas mil 500 personas sin indigestarse y con verdadera gula.