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Los límites de la Ley Cocopa
Jorge Fernández Souza Las leyes de Desamortización y de Colonización que propiciaron el despojo de las comunidades indígenas y campesinas fueron revertidas en la Constitución de 1917, pero en alguna medida regresaron a la Carta Magna con la reforma neoliberal de 1992, que nuevamente deja la propiedad de la tierra sujeta a “las fuerzas del mercado”. Así las cosas, en los Diálogos de San Andrés entre el Ejército de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno federal, uno de los temas fuertes fue el de la propiedad y el acceso a la tierra y a los recursos naturales de los pueblos indios, amenazados por las reformas salinistas. Sin embargo, las condiciones de la negociación no permitieron tratar a fondo la reversión de los cambios de 1992 y la restauración del carácter no enajenable e imprescriptible de las propiedades ejidales y comunales. Por eso, en el punto de acuerdo general e introductorio de los Acuerdos de San Andrés, el EZLN señaló “la falta de solución al grave problema agrario nacional y (…) la necesidad de reformar el artículo 27 constitucional(…)”, expresando su inconformidad con los cortos alcances de los acuerdos en las cuestiones de la tierra y los recursos naturales. Y es que, en el documento 2, relativo a las propuestas conjuntas que el gobierno federal y el EZLN se comprometían a enviar a las instancias de debate y decisión nacionales, se hizo una mención al territorio como base material de la reproducción de los pueblos indígenas y como expresión de la unidad indisoluble hombre-tierra-naturaleza, pero sin que se establecieran formas para asegurar la pertenencia del territorio a estos pueblos. A lo más, en el mismo documento, en el apartado V sobre reformas constitucionales y legales, se estableció, en el inciso b), la propuesta de que se legislara para garantizar la protección a la integridad de las tierras “(...) de los grupos indígenas (...)”, de acuerdo con el concepto de integridad territorial contenido en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), suscrito por México. Y en el inciso c) del mismo apartado, se incluyó la propuesta de que se reglamentara un orden de preferencia que privilegiara a las comunidades indígenas en el otorgamiento de concesiones para la explotación y el aprovechamiento de los recursos naturales. Lo que se había establecido en los Acuerdos de San Andrés como propuestas sobre integridad territorial y recursos naturales quedó traducido como el derecho de los pueblos indígenas para “acceder de manera colectiva al uso y disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territorios, entendidos éstos como la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan u ocupan, salvo aquellos cuyo dominio directo corresponde a la nación”, en la fracción V del texto elaborado por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), integrada por diputados y senadores del Congreso de la Unión. De esta manera, si en los acuerdos se proponía legislar sobre la integridad territorial de los pueblos, en el texto de la Cocopa ya no se hacía referencia a la protección de los territorios ni de la tierra, y sólo se mencionaba el acceso a los recursos naturales. Es decir, no se establecía ninguna garantía sobre la tenencia de la tierra, y además se hablaba de un derecho de acceso a los recursos que, desde una perspectiva integral constitucional y legal, le corresponde no sólo a los pueblos indígenas, sino a cualquier persona física o moral que cumpla con algunos requisitos jurídicos. En otros términos, la propuesta de la Cocopa de ninguna manera garantizaba que los pueblos indios fueran los únicos que pudieran acceder al uso y a la explotación de los recursos naturales que se encuentran en sus territorios. Y al no darles la exclusividad de ese derecho (el cual por otra parte ya tenían por ser mexicanos), los dejaba compitiendo con quien tuviera los medios económicos para explotar los recursos naturales, medios que generalmente no abundan en las manos de los pueblos indígenas. En el texto constitucional, que finalmente se aprobó en 2001, el acceso de los pueblos y comunidades indígenas a los recursos naturales quedó sujeto “(…) al respeto a las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra (…)” establecidas en la Constitución, descartándose así cualquier forma de propiedad que no fuera la privada, la ejidal o la comunal, con los subsistentes riesgos de privatización que desde 1992 amenazan a las formas de tenencia colectiva. No hay, de acuerdo con el texto actual, cabida para una forma de propiedad de las tierras y territorios indígenas que escape a la intención privatizadora, como tampoco la había en el texto de la Cocopa. La misma fracción VI del artículo 2 de la Constitución que impone esta limitación, señala que las comunidades y los pueblos tendrán el uso y disfrute “preferente” de los recursos naturales de los “lugares” (no habla de tierras ni de territorios) que habitan y ocupan las comunidades. Igual que en el texto que había propuesto la Cocopa, no se le da a los pueblos y comunidades indígenas la exclusividad para la explotación y el uso de los recursos naturales de sus territorios, única posibilidad que tendrían frente al poder económico empresarial privado y, en ese mismo sentido, la mención sobre lo preferente es de poca trascendencia. Por otro lado, que en el texto constitucional no se mencione el acceso colectivo de los pueblos indígenas a los recursos naturales, como sí se marcaba en la propuesta de la Cocopa, no hace mayor diferencia, ya que al referirse el actual artículo 2 de la Constitución, “al derecho de los pueblos y comunidades indígenas” evidentemente se está refiriendo a derechos colectivos, independientemente de los derechos individuales como los que se mencionan en la fracción VIII del mismo artículo. Reivindicar la llamada Ley Cocopa contra la reforma aprobada fue políticamente legítimo, entre otras cosas porque la primera proponía que el Congreso tuviera facultades para legislar en materia de derechos indígenas y que las comunidades fueran consideradas como entidades de derecho público, mientras que la segunda dejó en las cámaras locales la posibilidad de legislar en aquella materia y consideró a las comunidades indígenas como de interés público. Pero en la medida en que la propuesta de la comisión era tan insuficiente como el actual texto constitucional para asegurar el acceso de los pueblos indígenas a la explotación de sus recursos naturales y para la defensa jurídica de sus tierras y territorios, no tiene sentido seguir reivindicándola, al menos en estos aspectos. La controversia pierde sentido aún más cuando la normatividad internacional ha sido enriquecida con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la Asamblea General de ese organismo en septiembre de este año. En particular, los artículos 26, 27, 28 y 29, ofrecen nuevas bases para la defensa de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, en una perspectiva que merece atención y mayores comentarios. En todo caso, y sin perder tampoco de vista los Acuerdos de San Andrés y el Convenio 169 de la OIT, otras tendrán que ser las reformas constitucionales que hagan justicia a la lucha que cotidianamente llevan a cabo los pueblos y las organizaciones indígenas y campesinas en la defensa de sus tierras y sus recursos naturales. Profesor-Investigador Departamento de Derecho, |