Tabasco: la destrucción del paraíso
Seguramente por creerle a su secretario del medio ambiente que la inundación en Tabasco fue por el cambio climático y las fases lunares, el licenciado Calderón redujo a esas causas el origen de la tragedia que afecta a más de un millón de personas. Su posición la fijó con tal autoritarismo que entre sus íntimos no hay uno que se atreva a sacarlo de su equivocación. Pero a medida que baja el nivel del agua y las familias extrañan lo que perdieron, aparecen con mayor nitidez los orígenes de la tragedia.
Porque el agua inundó la mayor parte de Tabasco debido a los errores cometidos por ésta y las administraciones anteriores. Desde hace 30 años los funcionarios sabían de los problemas que se presentarían de llevar adelante un proyecto modernizador ideado por la banca internacional con el señuelo de crear empleos, obtener cosechas abundantes de productos agropecuarios con alta demanda comercial. Y de remate, con la explotación de una riqueza petrolera de tal magnitud que debíamos aprender a administrar la abundancia. Pero el faraónico proyecto estaba reñido con la naturaleza, con las condiciones ecológicas y sociales que hicieron del sureste un edén. Así lo documentó el maestro Alejandro Toledo en varios trabajos y de manera notable en su libro Cómo destruir el paraíso.
Ahora nadie parece recordar que el poder del Estado se puso al servicio de los que quisieron implantar la modernidad a cualquier costo y para lograrlo ignoraron las advertencias de los especialistas sobre la necesidad de obtener el desarrollo sin depredar. Se impuso la lógica de las grandes obras que alteraron el medio radicalmente, dejando fortunas privadas y la pobreza de la mayoría. Presas para generar electricidad y detener las inundaciones que son y serán parte de la vida en el sureste; carreteras, puertos, planes agropecuarios (La Chontalpa y Balancán-Tenosique), expansión anárquica de las áreas urbanas, centros comerciales, colonias de marginados en sitios inundables. La tecnocracia que aprueba la obra pública desde las oficinas en México creyó imponerle al agua sus reglas, controlarla cambiando radicalmente el uso del suelo. No lo logró. Ni lo logrará si repite los errores del pasado. En los archivos oficiales reposan los estudios sobre la urgencia de variar de modelo para evitar tragedias.
Como la ocurrida en septiembre de 1999, que afectó a casi 400 mil habitantes. El proyecto modernizador mostró entonces su fragilidad frente al ímpetu de las corrientes que buscaron sus viejos cauces. El doctor Zedillo y su gabinete prometieron programas y recursos para realizar la obra pública protectora. No cumplieron. Tampoco su sucesor, más interesado en privatizar el sistema energético nacional y favorecer a sus amigos y patrocinadores, que en establecer una auténtica política de prevención de la que hace parte el ordenamiento del territorio y el uso correcto de los recursos naturales.
Olvidaron, por ejemplo, tomar medidas para reforestar las partes altas de las cuencas hidrográficas, pues la tala ocasiona la erosión de las tierras desprotegidas de su manto verde. Por eso las lluvias deslavan el suelo y la tierra termina en los cauces de los ríos y los vasos de las presas, que pierden así parte muy importante de su capacidad de captar y desfogar las aguas de las lluvias. Cuando éstas llegan se desbordan, incontenibles, rumbo a la costa, también azolvada por la tierra proveniente de las partes altas, no por los ciclos lunares.
Nada bueno augura la estrategia para evitar nuevas tragedias, cuando el principal servidor público recibe las mentiras de sus colaboradores y dedica su tiempo a creerlas, sobre todo si lo hacen para tapar negligencias ajenas y propias, así como para proteger los intereses de constructoras y compañías energéticas privadas.
El gobierno federal, sus voceros y el PAN piden que no se busquen culpables, pues ya los encontraron: el cambio climático y la Luna. Exigen no lucrar políticamente con lo ocurrido, derecho exclusivo del licenciado Calderón Hinojosa, quien distrae recursos públicos en promoverse. Recursos que deberían destinarse a paliar las necesidades de los damnificados. Así las cosas, a los ciudadanos les toca callar y obedecer… hasta la próxima tragedia.