Editorial
Guatemala: alivio y esperanza
El holgado triunfo electoral que el moderado Álvaro Colom logró el domingo pasado en Guatemala sobre el sórdido general Otto Pérez Molina, representante de la oligarquía más represiva y cavernaria, representa un motivo de alivio por partida triple: porque despejó los temores de distintos sectores en torno a la realización de un fraude electoral, porque atajó la posibilidad de un cuatrienio de violencia institucional –que no era otra cosa la propuesta de “mano dura” del candidato presidencial perdedor– y porque abre al país vecino cierta posibilidad de avanzar en las transformaciones sociales que se requieren con urgencia.
Por añadidura, la victoria de Colom contribuye a restablecer la sensatez regional en lo que se refiere al combate contra la delincuencia, distorsionada por consignas como “cero tolerancia” y “mano firme” y por la pretensión absurda que las origina: erradicar la criminalidad sin atacar sus causas profundas, que son la pobreza, la marginación, la desigualdad, la falta de justicia efectiva, la desintegración social provocada por las políticas económicas gubernamentales y la corrupción administrativa.
Las perspectivas de éxito de Colom en su propuesta de gobierno son, por decirlo de manera suave, inciertas. Más que una transformación, Guatemala necesita una refundación de sus estructuras sociales, que permanecen ancladas en un modelo semifeudal basado en la agroexportación, que divide de manera tajante a la población en un verdadero sistema de castas y en el que la segregación y el racismo son, más que reminiscencias, elementos funcionales. En ese entorno social, con un Estado débil y casi irrelevante en términos fiscales, los poderes reales descansan en la cúpula empresarial –el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF)– y en los altos mandos militares. Varios mandatarios civiles antes de Colom, que llegaron al cargo con buenas intenciones de transformación social, se vieron reducidos a la condición de rehenes de la jerarquía militar y obligados a legitimar la perpetuación de un Estado oligárquico y excluyente.
En Guatemala el conflicto bélico terminó hace tres décadas, pero las causas que le dieron origen se mantienen intactas. Los regímenes golpistas fueron sustituidos por gobiernos civiles acotados y formales que no han podido o no han querido ir más allá de la mera administración de la injusticia y la desigualdad seculares. La guerra acabó, pero no la violencia, ni siquiera la de origen político, como muestran los numerosos homicidios de ese corte perpetrados durante las campañas electorales.
En esta circunstancia, Colom tiene ante sí varios y difíciles desafíos: en primer lugar, hacerse de un margen de poder efectivo sin la tutela y la imposición de los militares y los oligarcas civiles; luego, convertir el respaldo electoral en movilización y participación social para emprender las transformaciones sociales que el país necesita y, en tercer término, conducir a un debate nacional que dé pie a un pacto social, el primero de la historia, que incluya a ladinos y a indígenas, a la población rural y a la urbana, a la Guatemala obscenamente rica y a la desesperadamente pobre. Cabe desearle suerte, lucidez y firmeza en tales tareas.