Editorial
Pakistán: estado de excepción y declive del régimen
El presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, decretó ayer un estado de excepción en ese país centroasiático, lo que implica suspender la vigencia de la Constitución de 1973, además de que destituyó a Iftikhar Mohammed Chaudhry, presidente de la Corte Suprema, organismo que habría de pronunciarse sobre la validez de los comicios del pasado 6 de octubre, en que el dictador se religió. En un discurso televisado por la señal del Estado, Musharraf justificó la implantación del estado de excepción como una medida necesaria para completar la “transición democrática” en ese país, que vive, según dijo, una grave crisis interna provocada por la insurrección extremista islámica, así como por el injerencismo del Poder Judicial, que actúa “en dirección distinta al Ejecutivo”. Durante la transmisión, el gobernante invocó el apoyo de sus “amigos” occidentales, a los que pidió entender “el dramatismo de la situación en Pakistán”.
La respuesta de la comunidad internacional a la instauración del estado de excepción en Pakistán ha sido de rechazo generalizado, incluso por parte de los gobiernos británico y estadunidense. Washington calificó la decisión de “muy decepcionante” y ha exigido al presidente paquistaní que cumpla con su promesa de celebrar elecciones libres y democráticas en enero próximo, como se tenía previsto, algo que parece sumamente difícil en la circunstancia actual. En el mismo tono, la cancillería británica ha hecho pública su “grave preocupación” por la medida, si bien reconoció “la amenaza a la paz y a la seguridad a que se enfrenta el país”.
En efecto, el régimen paquistaní atraviesa por una severa crisis que parece haberlo conducido a un punto de colapso y en la cual confluye la animadversión de muy distintos sectores. Musharraf enfrenta la guerra santa declarada por ulemas radicales a principios de este año y secundada por la red terrorista Al Qaeda después del sanguinario asalto a la Mezquita Roja de Islamabad, ocurrido en julio; además, ha confrontado diversas expresiones de repudio popular por su trato autoritario a la oposición política secular, a los medios informativos internacionales y al Poder Judicial. Desde esta perspectiva, la implementación del estado de excepción en Pakistán puede entenderse como una medida extrema y desesperada por preservar el poder, algo que en la circunstancia actual no parece sencillo, sobre todo ahora que el dictador enfrenta también las críticas de sus más poderosos aliados.
Por su parte, la condena de Estados Unidos y el Reino Unido a la decisión de Musharraf reviste una profunda hipocresía. La biografía del dictador paquistaní contiene elementos suficientes para pertenecer al llamado eje del mal de Washington: es un militar golpista y antidemocrático, que financió a grupos terroristas islámicos en el marco de la confrontación indo-paquistaní por Cachemira, y que, por si fuera poco, ha desarrolado armas de destrucción masiva. Sin embargo, Musharraf no está incluido en esa lista y antes bien se volvió un aliado imprescindible de la Casa Blanca en el contexto de la llamada “guerra contra el terrorismo”. Quizás ahora tenga que saldar la cuenta del delicado equilibrio que ha mantenido durante los últimos seis años, periodo en el cual se puso al servicio de Washington y rompió, de manera oficial, toda relación con el talibán, pero también toleró la presencia y el tránsito de los fundamentalistas afganos en suelo paquistaní.
Los intereses de Estados Unidos en esa región del continente asiático pasan, necesariamente, por saber quién ejerce el control del armamento atómico que ha desarrollado Musharraf. No conviene a Washington ni a nadie que las bombas nucleares caigan en manos de la oposición fundamentalista islámica. Acaso sea esta la única razón por la que la Casa Blanca pudiese decidir ratificar su respaldo a un régimen que se muestra, cada vez de manera más contundente, como insostenible.