Eje Central
Después del 2 de noviembre
En el recuerdo la casa donde pasamos la infancia nos parece enorme. Después, en alguna visita, resulta que era pequeña, apenas suficiente para albergar a una abuela, dos padres, siete tíos, un primo inválido y dos hermanas: Flor y yo.
Hacia finales de octubre, ante la inminencia del Día de Muertos, nuestro ritmo de vida se alteraba. La sobriedad impuesta por la pobreza se volvía derroche y los olores que habitualmente circulaban entre el patio y los cuartos se enriquecían con toda la gama de lo dulce, lo salado y lo picante.
En la cocina, centro de la mayor actividad, se encendían las ocho hornillas del brasero. La mesa de pino dejaba de ser soporte de trastos y condimentos para volverse una pista nevada por la harina y el azúcar glass.
Las mujeres se pasaban de mano en mano los viejos recetarios. Se trataba de comprobar que los guisos tuvieran ingredientes adecuados para satisfacer el gusto de quienes en vida habían sido nuestros abuelos, hermanos, primos, tíos, padrinos... Estaban a punto de regresar del más allá para quedarse con nosotros unas cuantas horas. También iban a convivir entre ellos sin que importaran las viejas rencillas que los habían mantenido distanciados durante meses o años.
La certeza de la nueva separación inevitable les recordaba a los adultos las horas amargas de estertores y velorios, pero mi abuela les tenía prohibido llorar hasta después del 2 de noviembre. Antes de esa fecha todos estábamos obligados a mostrarnos alegres y a sostener conversaciones ligeras para que las escucharan los difuntos, que se iban acercando a nuestra casa orientados por una hilera de velas encendidas. Por la noche la sombra de sus flamas agitadas por el viento figuraba sobre las paredes una danza inquietante.
La complicada preparación de los guisos y postres apenas nos dejaba tiempo para comer. Mientras consumíamos nuestra dieta habitual –frijoles, arroz, chile y tortillas–, mirábamos las cazuelas rebosantes de salsas, los platones llenos de panes y ates, el pastel cubierto de nomeolvides: un regalo hecho para el gusto de mi tío Justiniano, destrozado por el tren que iba al norte y muerto sin confesión. Todo en aquella mesa resultaba tan apetitoso que mi hermana y yo ansiábamos la llegada del 2 de noviembre para comer lo que durante un año entero no volveríamos a probar.
II
Mi abuela era la máxima autoridad de la familia. Una orden suya debía siempre ser respetada, inclusive la de prohibir llorar en vísperas de Todosantos. Ella lo sabía y, sin embargo, para asegurarles la tranquilidad a los viajeros cada vez más próximos, procuraba contarnos las aventuras hilarantes de nuestros difuntos.
Aunque los habíamos escuchado infinidad de veces, los relatos eran graciosos y nos hacían reír hasta las lágrimas. En esos momentos la cocina se transformaba en un manicomio poblado por mujeres salpicadas de grasa y harina, que lloraban de risa. ¿Cuántas de aquellas lágrimas habrán sido un secreto desahogo del dolor? No creo que mi abuela haya considerado esa posibilidad: tan segura estaba de su dominio sobre la familia.
III
Durante las horas en que los guisos y los dulces debían reposar, nos consagrábamos a la selección de los retratos en que los difuntos pudieran reconocerse en sus mejores momentos. Casi todas las fotos tenían escritos en el anverso el lugar, la fecha y la circunstancia en que la imagen había sido captada. “Jesús y Félix en el Mineral de Pozos”. “Carmen en la despedida de Daniel”. “Hilario, Rita y Andrea en un paseo a Los Arrastres”. “Chalito y Rosalía en la iglesia de la Soledad”. “Leonor presumiendo su reloj nuevo”. “La niña Consuelo en su primero y único cumpleaños”. “Elisa cantando Hoja seca en una fiesta”.
Las breves inscripciones despertaban la curiosidad de Flor y mía acerca de todas aquellas personas a las que no habíamos conocido y estaban a punto de volver, en calidad de visitantes, a la casa que alguna vez fue suya. Las respuestas de mi abuela humanizaban las fotos al punto de que era posible imaginarnos cuánto lugar ocuparían en el comedor Félix, Carmen, Chalito, Andrea y Elisa.
En su única foto, mi abuelo materno aparecía a la hora en que abordó, junto con su primo Desiderio, el camioncito en que se trasladaron a San Luis Potosí y después a Tampico para buscar la fortuna que no habían hallado en su tierra. De aquel viaje nada más regresó Desiderio. Traía malas noticias y los lentes de mi abuelo, ahogado en el río Pánuco.
En señal de que seguía considerándolo el jefe de familia, mi abuela se encargaba de colocar en el centro de la ofrenda el retrato y las gafas de su marido. El reflejo de las veladoras en sus cristales producía la ilusión del parpadeo, de una mirada intensa que iba a apagarse después del 2 de noviembre.
La foto de Consuelito, embalsamada en el ropón con que la llevaron a bautizar, siempre nos planteaba a mi hermana y a mí las mismas incógnitas: ¿De quién era hija? ¿Cómo iba a llegar a nuestra casa la niña que se había ido del mundo sin haber aprendido a caminar? Y cuando apareciera entre los demás muertos, ¿deberíamos darle trato de tía a quien era sólo un bebé? La respuesta fue siempre el silencio y en él quedaron los misterios de la fe y los secretos de la familia.
IV
Cuando se acercaba el momento de recibir a los difuntos procedíamos a nuestro arreglo personal. Por ser la menor, me tocaba ponerme la ropa que mi hermana había desechado un año antes; a ella, por ser la mayor, ponerse el vestido usado que le facilitaba alguna de nuestras primas.
Ansiosas de mostrar su mejor aspecto, mis tías sacaban del ropero ropas olorosas a creolina. Las habían empleado en ocasiones especiales, ya muy remotas, antes de que se les abultaran las líneas del talle y del vientre. Meterse en semejantes prendas les significaba una auténtica batalla contra popelinas, percales y botones que salían disparados y rebotaban en el suelo como perdigones.
Ya vestidas, las mujeres se maquillaban ante el espejo. Su falta de costumbre y habilidad en el manejo de polvos y coloretes las dejaba hechas unas máscaras. Su aspecto las hacía reír hasta las lágrimas, único llanto permitido en las fechas consagradas a los muertos.
Renovados y limpios, todos salíamos en procesión hasta la puerta para recibir en brazos a Consuelito y horas más tarde abrazar a los familiares que iban llegando para adueñarse de la casa, permitirse el gusto de comer, alegrarse con sus bebidas predilectas y destruir por unas horas el prolongado silencio que es la muerte.
Durante las horas del rencuentro en el comedor sólo se escuchaban los murmullos de conversaciones secretas. Mi hermana y yo, las menores de la familia, quedábamos excluidas de aquella intimidad. Sujetas al silencio, nos mirábamos de reojo, sonrientes, disfrutando de antemano el momento en que los difuntos volvieran al cielo y nosotros a la gloria de los sabores dulces, salados y picantes que no probaríamos hasta el futuro noviembre. Entonces también volveríamos a oír aquel interminable mar de historias.