Perdidos en el limbo
Hace un año, al calor de la crisis política que propició la imposición del resultado electoral, muchos propusieron hacer acuerdos políticos para sostener el crecimiento económico. Hoy, los acuerdos duermen el sueño de los justos pero los dueños del dinero despliegan una estrategia que de seguir como va, sin contrapesos ni compromisos con el resto de la sociedad, puede llevarnos a un desvarío tal que las confusiones de los años veinte sonarán a cuento de hadas.
Las conmemoraciones de las grandes revoluciones mexicanas deberían tener como uno de sus faros el recuento de los proyectos que inspiraron a los grupos dirigentes y produjeron lealtades y cohesiones en las capas subalternas de la sociedad, hasta convertirnos en un Estado nacional siempre acotado por las asimetrías del poder internacional y nuestras propias debilidades de origen. Éste sería un buen servicio para una comunidad que hoy aparece perdida en el espacio global, sin carta de navegación para los nuevos tiempos y latitudes que la convulsión mundial ha hecho emerger y ahora, merced a un revisionismo obtuso de la historia y las ideas, despojada en gran medida de los reflejos históricos y la memoria necesarios para dibujar cursos económicos y políticos congruentes con nuestra realidad sociológica desbaratada y, sobre todo, con la geografía humana, política y económica que el gran cambio planetario impone sin consultarnos.
En esta perspectiva, los desatinos de la clase dominante que queda no sólo son suicidas sino destructivos del conjunto nacional y así hay que decirlo. El episodio de la reforma electoral, cuando los poderes de hecho se articularon como tributarios sumisos del oligopolio mediático, fue una muestra de lo que puede ocurrir si el Estado se empeña en ignorar sus funciones elementales de cohesión y coerción, y entrega la producción de su legitimidad a las cabezas huecas del comentario instantáneo, o a los magos demoscópicos que siempre se las arreglan para decirle al poder lo que quiere oír.
Lo que sigue, tiene que ver con lo que harán los jerarcas del dinero cuando quede demostrado, probablemente en el curso del año entrante, que sus triquiñuelas en materia de contribuciones dejaron al gobierno “sin cash” y en extremo dependiente del petróleo. La crisis fiscal es evidencia del día al día y así hay que registrarlo, sin necesidad de examinar los sueldos de policías, soldados, agentes del Ministerio Público, enfermeras o maestros.
La arrogancia de los porristas del pensamiento único no se compadece más con el estado del mundo ni con el que guarda México. Sólo con un agotador esfuerzo de ficción pueden acompañarse las hipótesis de Carstens sobre el bienestar de la economía o los avances de su reforma fiscal. El país del tres por ciento de crecimiento existe, siempre y cuando admitamos que su viabilidad es la del 20 por ciento de la población que gana, medio ahorra, se endeuda y consume. Del mismo modo que el Estado del 10 por ciento de impuestos como proporción del PIB existe, siempre y cuando se admita como realidad única la desprotección del 80 por ciento de la población, en seguridad pública, social, empleo y salud. Este es el país del nunca jamás del que hablaba con su ironía inolvidable Armando Labra, y es el que la rosca enriquecida nos quiere vender como última hazaña del pensamiento único en versión criolla.
La pradera está seca incluso en el Tabasco inundado, pero los que mandan sólo piensan en celebrar su triunfo y en hacerlo valer como realidad incontrovertible, universal. Lejos quedó la ilusión de que para ser había que desafiar lo establecido y asumir retos mayores, como el de la construcción de un Estado, un sistema público de educación que sostuviera la movilidad social y no sólo individual, una institucionalidad para proteger a los débiles y estimular a los emprendedores.
El viaje concluyó cuando el Estado se declaró agotado y hasta equivocado en sus pretensiones, y ahora se nos vuelve reclamo tumultuario o estampida. La idea misma de un capitalismo administrado, indispensable para cruzar las olas globalizadoras, fue despreciada por premoderna y lo que queda es un pensamiento único rupestre que se quiere hacer pasar como sesudo análisis global, cuando no es sino un vergonzoso mensaje de resignación para los que “menos tienen”.
Salir al paso de esta debacle es tarea histórica; pero apenas se insinuó, provocó una agresiva reacción histérica de los poderosos, engolosinados con su parcela de riqueza y privilegio. Pero su necesidad quedó incólume.
Mostrar que no es una convicción destructiva sino la única vía transitable en la globalidad para una sociedad que quiere seguir como Estado nacional, debería ser la gran aventura intelectual de una izquierda que entiende que para ser cosmopolita y globalizada tiene que ser a la vez lúcidamente nacional y comprometida con la creación de nuevos lazos de fraternidad y entendimiento de la diversidad y la discrepancia. Una izquierda que no se desgasta en el infantil juego de las fracciones ni pierde su tiempo en la búsqueda de traidores o chivos expiatorios. Una izquierda que no renuncia a la defensa y la promoción de la cultura, herramienta insustituible del desarrollo material y la distribución de sus frutos.
Paradoja cruel si cabe: ahora que el limbo no existe, según Benedicto XVI, compramos boleto para transitarlo. Qué país irreverente.