El sueño de Vogelweide
El escritor colombiano Fabio Jurado recordó hace poco la insólita historia de Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, que Pascual Buxó ya había advertido e investigado hace una década en sus pesquisas sobre los lectores de Sor Juana Inés de la Cruz. Hijo de un jurista y oidor de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, Francisco Álvarez nació en Santa Fe de Bogotá el año de 1647. Su inclinación por la escritura fue patente desde sus primeros años de juventud. No así su vocación religiosa, a la que renunció para contraer nupcias con María Teresa de Pastrana, una mujer a la que amó de una manera singular. María Teresa murió tempranamente, y Francisco compuso un poema que evoca la tristeza de esa pérdida: “Vuelve a su quinta Anfrisio solo y viudo”. La composición se cuenta entre las piezas más notables de la literatura prerromántica.
Cuentan que el poeta cayó en un estado de melancolía casi irreparable. Al casi lo separa el hallazgo de las obras de Sor Juana. Francisco no sólo quedó cautivado por la poesía de la monja, sino que, textualmente, se enamoró de ella. El amor platónico por la autora de Primero sueño le arrebató el sueño, toda su energía y la “vida gota a gota”. Le compuso versos, coplas, sonetos, pensamientos, hasta completar un volumen que alcanzaría cierta celebridad. Antes de publicarlo, decidió dirigirse a Nueva España para entregárselo personalmente a su amada. Ya en Veracruz dudó. Creyó que si convertía en un libro sus piezas, sus bonos aumentarían con Sor Juana. Entonces se dirigió a España. Ahí tuvo que hacer frente a la legión de censores, lectores y oidores que componían las esclusas que enfrentaba todo autor de la época. Finalmente el volumen fue aprobado con el título Rítmica sacra, moral y laudatoria. Poco tiempo después llegó a España la noticia de que Sor Juana había muerto tiempo atrás. Francisco fue asaltado una vez más por la tristeza, hasta que también murió en Madrid.
En su lecho de muerte tenía en la mano una extraña flor –que nadie supo explicar de dónde provenía ni a qué clase obedecía–. Por las descripciones puede inferirse que era una orquídea (o algún otro tipo de género exótico y desconocido en aquel entonces en Madrid). Las teorías sobre cómo llego la flor a las manos del moribundo varían. Prefiero la siguiente. Francisco soñó que visitaba a su amada en algún lugar celestial. Y ésta le entregó una flor en el sueño. Cuando despertó, un poco antes de morir, tenía la flor en la mano. Antes de las exequias, alguien advirtió que el rostro del escritor mostraba una plácida sonrisa. Así que fue imposible saber si murió de tristeza o de felicidad.
La antigua convicción de que la vida es sueño tiene, por lo menos, un doble significado. Hay literatos que han creído que la vigilia no es más que una prolongación de los sueños (los sicoanalistas enarbolan la tesis opuesta). Tal vez por ello Shakespeare escribió: “Estamos hechos del mismo material de los sueños”. Y Hamlet es una prueba fehaciente de ello. Pero fue un poeta medieval alemán, Walter von der Vogelweide, el que formuló con mayor precisión este sentimiento: “Ist mir min leben getroumet, oder ist es war?” Literalmente, la frase dice lo siguiente: “¿Soñé mi vida, o fue verdad?” Para aliviar el número infinito de significados que implica, Borges la tradujo inmejorablemente así: “¿He soñado mi vida, o fue un sueño?”
Para despechadas y despechados. En una de las ocurrentes panaderías que han proliferado en la avenida Cuahtémoc, se lee el anuncio de una innovación culinaria: “Pasteles de muertos por pedido”. Me acerqué a observar las muestras y había una difícil de entender. Sobre el pastel aparecía una lápida, dos parejitas bailando, unos mariachis, todos tequila en mano, y dos mujeres que rezaban. Pero encima de la lápida ondeaba una pancarta. Su texto no se podía leer desde el aparador. Entré, di la vuelta y pude leer: “¡No te vamos a recordar!” Es curioso. El olvido es finalmente una forma del recuerdo, un no recuerdo. De alguna manera evoca o es un sinónimo de la ausencia, que no es más que una de las formas de la presencia, la no presencia. Tal vez de ahí su carácter inefable.
La última (calavera) y nos vamos. Un gusano retozaba en el fondo de una botella de mezcal. Vio que el gusano en la botella de al lado tenía la mirada triste. Le preguntó: “¿Por qué tan filosófico? Moriremos como todos –continuó–, pero con una líquida felicidad”. El otro gusano le respondió, sin poder quitar la vista del anaquel que sostenía los tequilas: “Es que a mí lo que me gusta es el tequila”.