Usted está aquí: lunes 29 de octubre de 2007 Cultura La quinta parte

Hermann Bellinghausen

La quinta parte

Subimos en pocos minutos un centenar de metros sobre el mar, por una pendiente abrupta que qué le duraba al flamante convertible que Voltaire manejaba con divertida displicencia. Cruzamos un arco de enredadera y el paisaje de arena y roca se tornó un arbolado jardín de sombras irregulares, fresco, colgado de buganvilias y decenas de flores exóticas.

–¿Estas son las villas? –dije.

–No. Qué te pasa. Es la colonia de la colina.

–¿La colina de quién? –y me ganó la risa por el albur.

–Será la de míster Jim –dijo ella y también se rió.

Si eso era una “cabaña”, mi depto en la Roma equivalía a un cuarto de azotea. Todo un bungalow con estancia, recámara, veranda, sala, comedor y un estudio bien equipado, con restirador y demás.

–Aquí vivió el arquitecto de la colina.

–Ah, es la colina del arquitecto –quise prolongar el albur, pero ya se había gastado y Voltaire me puso cara de “no mames”.

Luego de darme una rápida vuelta por la “cabaña”, me llevó a presentar con su vecino, que en ese momento se ocupaba del rosedal en su jardín. Al fondo, un caserón. Giré la cabeza y viendo las otras residencias me percaté que para la colonia el bungalow era a su vez el cuarto de azotea. Más bien la “cabaña” del portero. Voltaire me había prevenido:

–No le hables a míster Jim de política. Eres crítico de modas y vienes al desfile.

–¿Cuál desfile? –reaccioné, vislumbrando el teatro que Voltaire tramaba.

–Va a haber uno en el resort de la bahía. Con modelos españolas y checas, para que no te quejes. Ya estamos invitados.

Míster Jim dejó en su mano izquierda la tenaza podadora que aplicaba con vigor de carnicero a sus rosas rojas y amarillo encendido. Frotó la mano libre contra su pantalón y me la extendió con afabilidad extrema, del apretón me dejó adoloridos los cuatro dedos, y mostró la dentadura con una sonrisa tan amplia que casi le muerde las orejas. Apenas registró mi nombre. Me echó un vistazo y se soltó a informarnos de que había rumores de una plaga en el pueblo, que afectaba los rosales. Ataca las ramas, las carcome. Pero la colonia tenía ya lista la guerra química marca Dupont. La mala higiene de allá abajo no pasaría. Alardeó su conocimiento floral y dijo adiós, pues su señora lo esperaba para un “refresco” (su única palabra en castellano).

–Pa’mí que es o fue agente –comentó Voltaire–. Un derechista integral. Si le has dado chance, te cuenta con orgullo que votó por Ronald Reagan desde la primera vez, cuando llegó a gobernador de California. Y ni te repito lo que piensa del síndrome de Vietnam o de cómo se han amariconado los californianos. Sólo se salvan los Minuteman y su gobernator adorado. El resto son puros sissys.

De regreso al bungalow se preparó un trago, sacó del refrigerador una Heineken, disculpándose con un “es la única marca que tengo”, y me condujo al estudio. El restirador estaba plano, una mesa iluminada con superficie de vidrio blanco. De un sobre grande extrajo un montón de fotocopias de fichas y retratos, la mayoría amplificaciones de fotos caseras, hasta polaroid. La mayoría, campesinos. Entre los ocho y los 12 años. La mayoría, varones.

–Niñas y muchachas van aparte. Son muchas más y su historia es otra. Estos chavitos desaparecieron de pueblos en la Huasteca, o en las sierras de Veracruz y Puebla, principalmente, pero también de Coatzacoalcos, Tehuacán o de otros estados. De ninguno se sabe nada. Los primeros desaparecieron hace más de siete años.

–¿Quién te dio todo eso?

–Los americanos, tú qué crees. Ellos sí están investigando.

–¿Podrías ser un poco más precisa?

–Otro vecino, Duncan, me las consiguió en dos días. Trabaja rápido. Un tipo raro, rapado, budista, vivió cinco años en un monasterio de Myanmar. Aunque vive en la estratósfera, a su modo también habla de política todo el tiempo. Ese trae boleto, y no lo disimula.

–Pero si investigan en serio, ¿cómo es que no han encontrado a ninguno?

–¿Qué tal si sí y no lo han dicho? Han encontrado bastantes, pero no éstos. Que tienen mucho en común. No están en el país. Ni siquiera en Estados Unidos. Más bien en Asia. O en las islas. Las niñas van a Europa. Los niños no.

Le dije que no sacara conclusiones fantasiosas y dijo que okey, que de los varones era corazonada, pero lo de las niñas era más firme: trata de blancas. Me extendió la impresión de una nota reciente de Alfredo Méndez, que ya conocía. Hablaba en particular de niños y niñas reclutados por Internet, pero daba cifras generales “desgarradoras”. Entre 2005 y 2006 se extraviaron 32 mil niños, según la policía. Pero la fundación Padres y Madres de Niños Perdidos considera que “en los pasados cinco años la cifra alcanza casi 500 mil, 100 mil de los cuales han sido encontrados”. La quinta parte. “La mayoría con fines de explotación sexual y pornografía infantil”. Las cifras me parecieron exageradas, pero los casos específicos que me mostró Voltaire eran irrefutables.

 
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