Carlos Reygadas: Setellet Licht
La tercera película de Carlos Reygadas dura 142 minutos: Luz silenciosa no está hablada en alemán, como a veces se ha aseverado. Por escasos conocimientos que se tengan, apenas empiezan las voces, el espectador se da cuenta de que escucha un dialecto. Está hablada en plaudietsch, variación germánico-holandesa propia de las comunidades menonitas que se ha convertido en motivo de estudios y traducciones. Las comunidades existen en varios países de América Latina y la que aquí corresponde se ubica en el municipio de Cuauhtémoc, antes San Antonio de los Arenales, en Chihuahua.
Los menonitas profesan creencias ascéticas que derivan de los anabaptistas, pero a partir de las reformas impuestas por el ex sacerdote católico Meno Simons (1496-1561) integran una secta reformada distinta, aunque la fuente común es Ulrico Zuinglio, reformador de la Iglesia de Zurich. La base filosófico-religiosa y las costumbres, fincadas en el trabajo, la oración individual, la honradez, el pacifismo, la eliminación de la mentira, son puntos básicos a considerar en el desarrollo de este filme y todos estos elementos fueron captados por el director, a la vez guionista de la historia narrada.
Una historia aparentemente muy simple, que en lo personal me recordó la trama de la película Le Bonheur (1965), de Agnés Varda, premiada entonces con el Oso de Plata en el Festival de Berlín. También hay reminiscencias de las meditaciones propias de ciertos personajes de Ingmar Bergman, pero el meollo: un triángulo que se desarrolla a sabiendas de las dos mujeres en él involucradas, hace evocar la película de esa cineasta nacida en Bélgica, antecesora de la nouvelle vague. Esta película es, si se quiere, pictoricista con todo y su aparente minimalismo congruente con la idiosincrasia de los personajes involucrados: el matrimonio, sus seis hijos, cuyas edades van de la infancia temprana a la adolescencia; los progenitores de los dos miembros de la pareja, el amigo que ofrece su visión del hecho y desde luego la mujer –tan proba como los demás personajes– involucrada en lo que se convierte en drama debido a algo tan natural como su irrestricto afecto por el marido, sumado al fervor religioso de éste: un pater familias que detesta dañar a su esposa, pero que cree tener derecho a la consecución de un destino congruente con su propia felicidad y anhelo, situación que encuentra, si no reprobación, al menos sí la advertencia de su propio progenitor, que es además predicador religioso: el destino está prefijado y la influencia del maligno existe.
La fotografía es hermosa, y a eso se suma la ausencia total de otros sonidos que no sean los naturales. El zumbido de los insectos, el aire, el trino de los pájaros, el tic tac inclemente del reloj, el crujir del cereal ingerido por los niños , el arrastre y percusión de los objetos, la lluvia y, sobre todo, los mugidos de los animales o el ruido de los motores. Eso integra el soundtrack y no podía ser de otro modo, pues por más de dos horas el espectador se ve sumergido en el ámbito de una comunidad menonita, en la que por supuesto no hay aparato de sonido ni radio, aunque sí la circunstancia aleatoria que permite a los chicos ver un concierto televisado de los años 70 en el interior del camión de un amigo, sin sufrir represión paterna, sino con complicidad y benevolencia producto quizá de la propia conciencia culpígena del padre.
La comunidad es tradicional, pero adelantada: hay motores, ordeñadores mecánicos de vacas Holstein (aunque anticuados), camionetas, un automóvil de modelo reciente. La mujer maneja un tractor para preparar el terreno que ha de recibir la nueva siembra, el marido hace reparar un elemento mecánico y en realidad la comunidad resulta autosuficiente, pues cuenta hasta con un hospital menonita. Algunas secuencias son en tiempo real: así que casi al inicio nos es dado contemplar al pater familias sollozando por varios minutos, después de haber presidido con suma propiedad la acción de gracias que inicia la jornada.
La excelente toma del ordeñamiento de las vacas está resumida, pero no así los momentos de silencio que los personajes guardan entre sí cuando se disponen a iniciar sus brevísimos diálogos.
El director conoce a fondo encuadres de la pintura paisajística holandesa del siglo XVII y, aunque en el paisaje menonita de la región filmada sólo parece haber huizaches, hay tomas, de las veredas, de la carretera y de los celajes, que recuerdan a Ruysdael y sobre todo al Hobbema de El camino de Middleharnis; en el interior de la casa hay también una cita a Vermeer, mientras que en la larga escena del baño familar en el río los ecos de Zuloaga son los que privan.
Mientras que la tónica general es “naturalista” (casi tipo Balzac), la introducción de una vuelta de tuerca tipo “bella durmiente” convierte al producto en una reflexión postsimbolista con todo y valle elegido y la música silenciosa de las constelaciones celestes.
Una película para contemplar, que transmite la propia contemplación de su autor.