Desde el otro lado
Desprecio por el ocio
Una de las acepciones de la palabra ocio, según el Diccionario de la lengua española, es: “Diversión u ocupación reposada, especialmente en obras de ingenio, porque éstas se toman regularmente por descanso de otras tareas”. No creo que nadie pueda tener algo en contra de ello, a menos que, como piensa Christine Lagarde, ministra de Finanzas de Francia, esta idea se contrapone a su máxima: “mientras más horas se trabaje, más horas se podrán cobrar y más ganancias obtendrá la firma en la que se trabaja y por añadidura uno mismo”.
Según una nota del New York Times, ese es el paradigma de la francesa que, educada en universidades estadunidenses y egresada de uno de los despachos de abogados más importantes de Estados Unidos, se ha propuesto acabar con el ocio –que ella traduce como pereza– de los franceses.
Al igual que ella, miles de jóvenes educados en centros de estudios estadunidenses consideran que el éxito es resultado de una ecuación en la que la ambición y, con frecuencia, la carencia de escrúpulos son variables esenciales, y la solidaridad y la dignidad son accesorios de los que se puede o debe prescindir. En ese contexto, ocio, reflexión e ideas estorban a la acumulación de riqueza, de la que ellos son instrumento.
Para la señora Lagarde los franceses “deben pensar menos y trabajar más”, pero habría que preguntarle si la crisis en la industria automotriz estadunidense es un problema ocasionado por el ocio de sus trabajadores o por la pésima dirección de los administradores educados en las mismas universidades que ella. Habría que preguntarle si la crisis en el sistema de salud estadunidense es resultado de la flojera de enfermeras y médicos o de la colusión de aseguradoras y empresas farmacéuticas cuyos gerentes han sido sus compañeros de estudios. Tal vez habría que recordarle que miles de empleados de la empresa Enron se quedaron en la calle literalmente por las pillerías de sus dirigentes, cuya máxima también era “piensen menos y trabajen más”.
Sería inapropiado responsabilizar de quiebras y fracasos a la mayoría de quienes han recibido una educación similar a la de Lagarde, pero el virus del que ella se contagió, en su periplo estadunidense, está más extendido de lo que uno pudiera pensar. Muchos de nuestros jóvenes profesionistas, egresados de centros de estudios en los que el humanismo es considerado un artículo de museo e incluso un estorbo, concluyen sus estudios en esas mismas universidades en las que abrevaron los gerentes de Enron, de la industria automovilística y administradores públicos como ella. Para ellos los trabajadores son números que al final de la jornada se van a perder el tiempo, no a disfrutar de un buen ganado descanso. A quienes piensan como ella hay que aclararles que cuando el economista Veblen escribió sobre la clase ociosa y su banalidad no se refería a los trabajadores, sino principalmente a los dueños de las empresas.