Usted está aquí: viernes 19 de octubre de 2007 Opinión Las sin nombre

José Cueli

Las sin nombre

Alquiló una cama en el cuarto de una casa sin número, del lote sin número, de la manzana sin número, de la colonia sin nombre. Una mujer sin nombre ni edad ni ocupación. Nada tenía a primera vista de particular; ni era guapa ni fea ni joven ni anciana; vestía de riguroso chal negro y pasaba como sombra, tímida, silenciosa.

Lo que en ella me llamó la atención fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse una idea de ella, habría que rescatar las historias de vampiros de Edgar Allan Poe y servirse de frases que correspondieran al lenguaje poético, y la palidez sepulcral. Sólo la muerte puede dar un tono así a una faz humana.

El manto negro encuadraba y realzaba aquel rostro de cera con una expresión peculiar, mezcla de dolor y erotismo, de calma y sufrimiento insoportable. Mis años de trabajo de investigación con marginales me llevó a pensar que allí no existía sólo un estado patológico delatado por los síntomas de desnutrición, cuando atacan los tejidos y producen desórdenes graves. La extrema languidez, el color muerto, los párpados caídos, eran señales de que faltaba el juego vital, licor precioso que reparte por el organismo energía y fuerza.

Existía, según me confirmó, no una enfermedad, sino una ausencia, una gran ausencia de la que era muy consciente. Ausencia que era anhelo de fusión con el cosmos, fantasía sin nombre que chocaba con el presente y su propia presencia dolorosa y erótica que no encontraba las palabras, por ser el inconsciente siempre móvil y, por tanto, incomprensible.

Ausencia que era consciente en una mujer parcialmente celosa de anhelos que buscaba la revelación entre lo antiguo y lo moderno; la vida campesina y la de la ciudad, el hambre y la comida; ser mujer y una sufrida maternidad. Un punto en que los contrarios dejaran de verse como contradictorios al desaparecer su relación con lo real, para entrar al mundo de las representaciones, de las diferencias, ésas que abren rupturas, únicas huellas de ausencia en las que se pierden los orígenes.

Ausencia de esta mujer, pálida como la cera, que buscaba sonidos que la abrieran con ritmo y formaran otro lenguaje de su ausencia, en representaciones más allá de lo palpable, escondidas en el fondo de la mente, escritas en otro lenguaje, irreal, dimensión que se le daba dejando de ser, en un entramado de carencias, en el que su cuerpo ya no le importaba.

Ausencia de esta mujer desesperada por el encuentro de una sintaxis de su nada interno, expresión íntima que no tenía palabras que la designaran y era intuición sensible de la ultrarrealidad que era lo opuesto a lo infrahumano en que vivía, en plena crisis, cada día con más hambre, por supuesto con millones de mujeres marginales en el oriente de la ciudad. Está mujer sin nombre, que alquila un cuarto móvil, en una ciudad que camina a las nubes y no le importa ya el mundo exterior, sólo remite a su ausencia, sus ausencias, llantos de colores indiferenciados.

 
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