El rector de la UNAM
En mi entrega anterior anticipé que trataría el asunto relativo a los mercados laborales y la oferta educativa: uno de los problemas más difíciles de resolver. Una reflexión sobre el tema me llevó a la conclusión de que era mejor tratar primero lo relativo a los académicos, responsables principales de los cambios que puedan realizarse en la oferta educativa.
Una proporción del orden de 50 por ciento de los profesionales que egresan de las universidades no encuentra un puesto de trabajo relacionado con los saberes y competencias que adquirieron en las aulas. Como veremos en otra entrega, ello significa que una reforma profunda de lo que hoy llamamos “licenciaturas” es inescapable (máxime si el “sistema” de educación superior aumenta su cobertura hasta 30 por ciento en este sexenio). Esa reforma requiere, como condición, un recambio profundo, generacional, de los académicos.
Una transformación profunda de las formas en que hoy se transmite el conocimiento es indispensable, tanto como lo es que esa transformación la emprenda, en la mayor proporción posible, una nueva generación de académicos. Esta tarea, que es una empresa inmensa para la UNAM, ha de llevarse a cabo también en muchas otras instituciones del país; pero parece necesario que nuestra alma mater tome la batuta.
No hay duda alguna: el próximo rector de la UNAM deberá entregar a la sociedad al término de su gestión –digamos ocho años– una universidad enteramente distinta a la que hoy conocemos. El mayor desafío que haya enfrentado cualquier otro rector en muchas décadas.
El problema se inscribe en el destartalado sistema de reparto inventado por Bismark para resolver el problema de los trabajadores que salían del espacio del trabajo, por cesantía o por vejez, y les era necesaria y absolutamente justa una pensión o jubilación. La teoría era simple: las cuotas de los trabajadores en activo cubren, en lo fundamental, las pensiones de los que ya no están en capacidad de trabajar.
Los sistemas de pensiones de reparto en el mundo se volvieron un fracaso desastroso cuando el número de trabajadores jubilados se ubicaron en una ruta que, indefectiblemente, rebasará en todo el mundo a los trabajadores activos al aumentar la expectativa de vida, y si siguiera, sin ser modificada, la edad de jubilación y la forma de crear las reservas para pensiones y jubilaciones.
En el sistema de reparto, se supone, cada trabajador jubilado habría cooperado para su propio retiro; la realidad es que gobiernos irresponsables tomaron ese dinero, lo gastaron improductivamente’ y luego hubieron de cubrir las pensiones con recursos fiscales, es decir, con recursos pagados por todos los estratos sociales. Los pobres de los pobres, que no cuentan con ningún sistema de pensiones, contribuyen, con los impuestos al consumo que paguen, a cubrir las pensiones y jubilaciones de quienes tuvieron un empleo y un salario. Injusticia pura.
Cientos y cientos de académicos de la UNAM, que han entregado su vida a las aulas o a los laboratorios, hoy han envejecido, no están en condiciones de hacerse de nuevos aprendizajes, muchos hacen su trabajo apenas al buen tun tun, aunque también tengamos el enorme privilegio de contar con inmensos viejos maestros y maestras, llenos de sabiduría y de amor por entregar sus saberes a las jóvenes generaciones. La reforma del ISSSTE, que no se sabe en qué parará, no puede resolver el problema actual de muchos académicos que hace años alcanzaron la edad de jubilación.
Puede afirmarse categóricamente que una reforma académica con dirección a las fronteras del conocimiento, teniendo en cuenta la velocidad con que el mismo avanza, es imposible sin una amplísima renovación de la planta académica. No sólo es injusto retener a quien el cansancio lo vence, no sólo es suicida retener un personal así para formar a las nuevas generaciones; son también los extenuados un enorme muro de contención a la entrada de los jóvenes académicos, actualizados en el saber, y con un impulso y un coraje formidables para generar y transmitir conocimiento.
No me referiré a una salida general al imposible sistema de reparto. Pienso ahora sólo en una solución-transición para los unamitas abatidos, en tanto el país halla la forma de cambiar en definitiva un sistema de jubilaciones que falleció hace varios lustros.
Llamemos X al monto de la jubilación que pagaría el ISSSTE a un académico de tiempo completo que querría jubilarse porque alcanzó, quizá hace mucho tiempo, la edad de jubilación. Para un académico con, digamos, 35/40 años de servicios, titular “C”, con la cuota más alta de prima por desempeño (Pride “D”), con entre siete u ocho compensaciones por antigüedad, X equivale a menos o mucho menos de la cuarta parte de su ingreso actual. Podría la UNAM –con acuerdo de la SEP y/o de la SHCP, si fuera el caso–, agregar 2X a la jubilación del ISSSTE, con lo cual la jubilación se triplicaría, y además, ofrecería sostenerle al jubilado una póliza de gastos médicos.
Es muy posible que una proporción significativa de quienes ya debieron quedarse en casa acepten. La UNAM los sustituirá por jóvenes doctores, que aún no acumulan los derechos de quienes se jubilarán y, por lo tanto, ya no tendría que cubrirlos. Así –entiendo que en la UNAM se han hecho cálculos actuariales–, a la universidad le “sobrarían” recursos; habría podido hacer ahorros para aplicarlos a programas académicos necesarios, y lo hará, en general, con mejores académicos. Los exánimes académicos podrán dedicarse a la lectura, a la música, a lo que quieran. Los alumnos contarán con mejores profesores. Las nuevas generaciones de académicos por fin verán puertas abiertas. Y la reforma de los modelos pedagógicos podrá hacerse realidad. No hay sueños. Sólo es preciso hacer correctamente los cálculos y civilizadamente los acuerdos.