Editorial
PFP: cambios cosméticos
El Ejecutivo federal presentó ayer en San Luis Potosí lo que denominó el “nuevo modelo institucional de policía”. En la ceremonia correspondiente, encabezada por Felipe Calderón Hinojosa y el titular de la Secretaría de Seguridad Pública, Genaro García Luna, fueron dados a conocer un sistema de comunicaciones y base de datos, el rebautizo del Instituto de Formación Policial –que a partir de ahora se llamará Academia Superior de Seguridad Pública Federal– y la adición de un colorido blanquiazul a los transportes, uniformes y logotipos de la Policía Federal Preventiva.
El ritual tiene lugar apenas unas horas después de la detención de 25 elementos de esa corporación en Tampico, Tamaulipas, acusados de complicidad en el tráfico de drogas, y cuatro meses después de que el propio García Luna destituyera a todos los mandos (284) de la PFP y de la Agencia Federal de Investigación (AFI), antes Policía Judicial Federal (PJF), y con una historia reciente de constantes remociones de comandantes estatales y oficiales de diversos rangos.
Más allá de transmutaciones de siglas, colores y diseños, la conversión de la PJF en AFI y la creación de la PFP no han tenido un efecto significativo en la descomposición estructural de las corporaciones policiales federales. En menos de una década, la segunda ha sufrido la infiltración de la delincuencia organizada y se ha visto involucrada en casos graves de brutalidad policial y de violaciones a los derechos humanos.
La masiva incorporación a sus filas de militares en activo o con licencia temporal no ha servido para enderezar el rumbo de una institución que se originó en las obsesiones contrainsurgentes de Ernesto Zedillo, se estrenó con la ocupación paramilitar de la UNAM, en febrero de 2000, y que, en los hechos, no se distingue tanto por su función legal contra la delincuencia organizada, sino por su tarea en la intimidación y represión de movimientos sociales, como ha quedado de manifiesto en los casos de Sicartsa, en Texcoco-Atenco y en Oaxaca.
Por lo demás, la escasa utilidad de la PFP y de la AFI en el combate al narcotráfico fue puesta de manifiesto por el propio gobierno calderonista, que en diversas ocasiones ha esgrimido como justificación para involucrar en esa labor a las fuerzas armadas la “insuficiencia” de las corporaciones policiales antes mencionadas.
Cambios cosméticos como el anunciado ayer pueden tener algunos efectos mediáticos y propagandísticos, pero no contribuyen a moralizar a las instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia porque, en conjunto, el modelo vigente de combate a la delincuencia está mal concebido y mal dirigido, toda vez que no considera un dato primordial: la incidencia delictiva repuntó en el salinato, a raíz de la desintegración social provocada por la política económica neoliberal, se disparó con la crisis de 1994-1995 y no dejó de crecer durante el foxismo, alentada por la vasta corrupción que infestó a buena parte de las oficinas públicas, en el que se denominó a sí mismo “gobierno del cambio”.
Una acción gubernamental eficiente en materia de seguridad pública y estado de derecho exige poner remedio a la confusión entre los síntomas y las causas de la delincuencia, y emprender, más allá del discurso, una verdadera estrategia de desarrollo social, un combate frontal a la pobreza, a la marginación y a la desigualdad, además de un deslinde tajante e inequívoco ante la corrupción y la impunidad que, a pesar de los cambios de color, dan continuidad a la administración pública a través de los sexenios.