Editorial
Gore: implicaciones del Nobel
La concesión del Premio Nobel de la Paz 2007 al estadunidense Al Gore, ex vicepresidente, ex candidato presidencial y promotor ambientalista, tiene significativas implicaciones en la escena política internacional. Por principio de cuentas, Gore ha sido un crítico consistente del gobierno de su país, y no sólo en asuntos ecológicos: además de condenar la arrogante irresponsabilidad con la que actúa la administración de George W. Bush ante el cambio climático y el calentamiento global, Gore ha fustigado, desde antes de que se produjera la invasión a Irak, en marzo de 2003, y hasta la fecha, la aventura bélica de la Casa Blanca contra esa nación árabe. Con este antecedente, la obtención de la presea por Gore implica una importante derrota política para el actual gobernante de Washington y para sus aliados internacionales, así como un aliento para las causas ambientales y para el alicaído Protocolo de Kyoto, sometido desde hace años al boicot de diversas potencias económicas, empezando por el propio Estados Unidos.
Ha de recordarse que la rivalidad entre el ahora galardonado y el titular del Ejecutivo estadunidense se remonta a los comicios presidenciales de 2000, en los que el entonces vicepresidente demócrata obtuvo más sufragios que el republicano de Texas. Sin embargo, por peculiaridades del antidemocrático sistema electoral estadunidense, y por manejos turbios de los sufragios en Florida, gobernada por Jeb Bush, el hermano de éste, George, fue proclamado triunfador.
No fueron pocas las voces que en ese entonces le reclamaron a Gore que se diera por derrotado en forma prematura, cuando aún no se habían agotado los recursos legales para esclarecer el sentido real del veredicto popular. El hecho es que esa elección cambió, para mal, el rumbo de Estados Unidos y del mundo. Si en los ocho años anteriores los temas del desarrollo, la cooperación, la educación, la salud y la cultura habían ocupado un lugar en la agenda de Washington, la llegada de Bush a la Casa Blanca se tradujo en la instauración de un gobierno basto, mercantilista y antipopular. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 dieron a la administración republicana el pretexto que andaba buscando para retomar las tradiciones imperiales más agresivas y belicistas de Estados Unidos y, en lo interno, para emprender una cruzada sin precedente en contra de las libertades fundamentales, las garantías individuales y los derechos humanos.
Es sabido que las diferencias entre demócratas y republicanos, sobre todo en el terreno de la política exterior, son un asunto de matiz más que de sustancia. Sin embargo, la sucesión presidencial de 2000 conllevó un viraje trágico y sangriento, una regresión a la diplomacia de los portaviones y la conversión, por parte del gobierno de Bush, de una amenaza terrorista en un nuevo y disparatado conflicto Este-Oeste: la “guerra contra el terrorismo”, que ha sumido al planeta en una espiral de violencia, inseguridad y destrucción, y que ha colocado a Estados Unidos en la puerta de una derrota estratégica comparable a la que experimentó en Vietnam en los años 70 del siglo pasado.
Por eso, y aunque el premio otorgado el sábado pasado al ex vicepresidente demócrata significa, ante todo, un reconocimiento a las causas ambientales frente a los intereses desbocados del complejo militar-industrial, también reivindica a una figura que recuerda lo que pudo ser y no fue, y que evoca la posibilidad de un gobierno estadunidense menos concentrado en las ganancias empresariales que genera la guerra y más atento a las necesidades sociales de su país y del mundo.