Usted está aquí: lunes 15 de octubre de 2007 Opinión Las ropas de otros

Hermann Bellinghausen

Las ropas de otros

Era uno de esos aeropuertos funcionales y modernos, pero que con trabajos tienen techo en la terminal. Tan habitualmente caluroso que los técnicos de pista, los empleados de la única aerolínea que vuela con ese destino y hasta los vigilantes de una empresa privada andan en bermudas. Las señoritas del mostrador, en contraste, deben llevar mascada de seda al cuello, falda hasta la rodilla, chaleco, medias y zapatos de tacón. En esas latitudes la igualdad de género sigue en el precámbrico.

En mi avión viajaba un denso grupo de gerontes franceses, jubilados no hace poco, y algunas parejas jóvenes de gringos e italianos en alguna clase de luna de miel, la mayoría con indumentaria de playa, como si del avión fueran a saltar al mar. Aparte de la tripulación y de mi compañero de asiento, un técnico de informática con máster en servicios hoteleros, yo era el único pasajero en viaje de trabajo. Esa individualidad me permitió abordar el primer taxi y alejarme de ahí inmediatamente. El mar apareció enseguida, en una playa larga y aún desierta. Poco más adelante, la nueva planta de gas que tanto alborotó a los grupos ambientalistas, pero nadie les hizo caso. Ya circulaban los primeros barcos cargueros no sé si de gas embotellado o de algo peor.

Con los taxistas de aeropuerto prefiero ser parco, así que con el de esa mañana dejé las cosas en que era turista y punto. Pero aquel no evitó comentar:

–Los visitantes que vienen solos aquí se divierten mucho.

–No lo dudo –dije, sin concederle complicidad alguna ni prestarme a chistes de testosterona y mal gusto. Debió pensar que era un tipo aburrido, y eso me pareció bien.

Tras algunos kilómetros de acantilados, clubes de buceo y tráiler parks, llegamos a una marina en construcción, ya casi lista para recibir veleros y yates de origen estadunidense (¿qué otro?), que el gobierno espera se aglomeren como moscas en temporada invernal.

–Dicen que la va a inaugurar el presidente –comentó el taxista, y tras mi silencio continuó:

–Mis tíos vivían aquí, eran pescadores. Pero los obligaron a vender las palapas y les confiscaron sus lanchas. Ya antes les habían hecho imposible la vida con nuevas reglamentaciones que les prohibían hasta respirar.

–¿Y qué hacen ahora? –dije, ya con algo de interés.

–Algunos, lo que yo. Otros andan de albañiles en la marina. Mi finado tío Roberto prefirió hundirse con su barco. Le barrenó el casco, ¿sabe?

El taxista me miró por el retrovisor, buscando alguna reacción. No le di gusto. Luego aparecieron los primeros hotelotes y resorts, las discotecas de periferia, que de día parecen bodegas sucias. Entramos a la ciudad, hasta hace poco un pueblo nada más, y bajé en la plaza central. Por ahí quedaba el café bar donde me citó Voltaire. El calor era intenso, aliviado por ciclos de brisa de un mar que allí era feo, estancado. La única playa sin atractivo de la península.

Estoy acostumbrado a no reconocer a Voltaire, pero esa vez se voló la barda. El café ofrecía un curioso sistema de mamparas que refrescaba y permitía privacidad, como para pescar la habanera brisa de Cojímar. Ella era la única cliente a esa hora del día, y de no ser por el vaso de gin and tonic que tenía enfrente, la tomo por una gringa disfrazada de Heidi Lamar. Para empezar, un sombrero ondulante, inmenso, toda una palapa portátil, y rosa. En vez de su rostro, unos lentes oscuros de marco blanco y amariposado. La falda, de pompones, blanca y rosa, me hizo pensar también en Doris Day. La blusita era una prenda indescriptible.

–¿De dónde salió el modelito? –le pregunté con admiración profesional y de la otra.

–¿Te gusta?

–No –mentí.

–Soy la solterona disponible de Wisconsin, y por la tarde nunca me toca pagar por la ginebra. Todos son muy caballerosos después de las cinco, cuando baja el sol.

–No lo dudo. Hace medio siglo que no veían a una pollita vestida como tú. Te falta tu lolypop.

–Traigo, no creas, de frambuesa –dijo.

Sus labios eran una plasta carmín. Sólo porque ella se ve bien con lo que sea no parecía ridícula. De un bolso tan horrendo como el resto del outfit sacó una libreta de Hello Kitty y escribió tres nombres. Peces gordos si los hay. La punta del hilo. Y tal vez el final. Hay impunidades que parecen no tener límite.

 
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