Usted está aquí: jueves 11 de octubre de 2007 Cultura Ser o no ser

Margo Glantz

Ser o no ser

“No soy, seré;/ que sólo por pretender/ ser más de lo que hay en mí,/ menosprecié lo que fui/ por lo que tengo que ser”, dice Mireno en El vergonzoso en Palacio, de Tirso de Molina, y estas palabras me vienen como anillo al dedo, porque el otro día, al intentar sacar mi pasaporte, dejé de ser. La suerte de Mireno es que él recobró su ser todavía muy joven, en tanto que yo dejé de ser apenas hace algunos días y, la verdad, ya no me cuezo al primer hervor. Por eso, señores, les pido permiso para contar esta historia: estaba a punto de volar a Colombia (país que me encanta, donde, además, tengo muchos y muy queridos amigos), el sábado 6 de octubre. Para que se entienda lo que cuento debo retroceder un año, al 23 de octubre de 2006, fecha en que salí para Barcelona para dar unas conferencias. Al desembarcar en Madrid y en tránsito hacia el mostrador de Iberia para validar mi pasaje, pasé con todas mis pertenencias por un corredor del aeropuerto de Barajas que da a la calle. Un hombre me distrajo y otro se llevó mi bolsa, allí tenía mi pasaporte, mis tarjetas de crédito, ¡mis euros! (tan caros, tan apreciados ahora que el dólar ha caído por los suelos y nosotros seguimos dolarizados y aferrados por desgracia al TLC, como Costa Rica, a pesar de la oposición de sus ciudadanos), algunos collares, aretes y pulseras que siempre me acompañaban como fetiches, mi agenda, un peine de carey con mi nombre grabado en letras de oro de 12 quilates, un pañuelito bordado, mi Mamont Blanc, como dice Luis Prieto; mi celular, mi pasaje de avión para Barcelona.

Imposible correr tras el ladrón, con el carrito cargado de maletas muy pesadas; siempre llevo demasiadas, a pesar de que la prudencia aconseja viajar ligero, al grado de que una vez compré un kilométrico para viajar por Europa y nunca pude bajarme en las ciudades que quería visitar porque llevaba mucha carga. Algunos policías estaban platicando en los pasillos: indiferentes, me dijeron que debía ir a la Oficina de Quejas a presentar mi denuncia.

Varios pasajeros me precedían; esperé mucho tiempo, como suele pasar, antes de ser atendida; perdí mi vuelo, naturalmente; por fin, elaboraron el acta y me permitieron hablar por teléfono con María José Rodilla y Álvaro Ruiz Abreu, residentes en la ciudad, cuyo teléfono llevaba yo en la mano, por un azar inexplicable. Ángeles de mi guarda, me prestaron dinero, me ayudaron a cancelar mis tarjetas de crédito y a conseguir un nuevo boleto de avión. Al llegar a Barcelona, el personal del consulado me expidió un pasaporte provisional.

Dicho documento expiraba el 24 de octubre; pensé que, como de costumbre, los trámites durarían un solo día. Pero la vida es cabrona, como bien sabemos: al llegar a la oficina de Relaciones en la Villa Olímpica me atendió una señorita, de inmediato empezó a mirar con desconfianza mis documentos: en mi acta de nacimiento aparecía una infamante Y griega entre mis dos apellidos: me exigieron presentar papeles que ostentaran ese nombre –para ellos– correcto, y que jamás he tenido; tampoco he aspirado a la nobleza, lo que esa Y griega denota en apariencia.

Salí furiosa y me subí al taxi que me esperaba; la señorita me siguió, me pidió mi acta de nacimiento y, con una sonrisa de triunfo, regresó para decirme que debido a que mis padres me habían registrado ocho años después de mi nacimiento tenía que traer su acta de matrimonio perdida en Ucrania, o su registro de nacimiento (también de ambos padres) o, en su defecto, solicitar en el Registro Civil un ¿acta de inexistencia?

He tenido pasaporte desde los 17 años, época en que empecé a girar por el mundo; nunca me habían solicitado cosas tan peregrinas, nunca advertí que ocho años de mi vida estaban irremisiblemente perdidos, con lo cual podría tener ocho años menos de edad, circunstancia afortunada en todo caso, pero la verdad es que soy de mi edad y lo no soy en mis documentos; también, que tengo los años que tengo y nos los tengo al mismo tiempo.

¿Qué hacer? Un gentil amigo de Relaciones Exteriores me ayudó; allí corroboraron que todo lo que me había pedido la funcionaria en cuestión era absurdo y que pronto expedirían mi nuevo pasaporte: cuando me lo dieron, el viernes por la tarde, ya me ha-bían cancelado el viaje desde Colombia.

¿Qué he aprendido? Primero, he verificado mi condición de fantasma; comprobé la verdad definitiva del refrán que dice “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, y, finalmente, me prometí, aunque no sé si pueda cumplirlo, que en lo sucesivo debo viajar con menos aditamentos.

 
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