El rector de la UNAM
Los países desarrollados resolvieron desde el siglo XIX el problema de la reproducción de sus elites desde la óptica de su formación educativa: sus cuadros dirigentes en el orden público y en el privado. Francia, Inglaterra o Estados Unidos cuentan con las universidades cuya función expresa es armar a la nación con grupos dirigentes de primer orden. Cuando hacen bien las cosas, los grupos dirigentes crean y desarrollan las instituciones y sostienen la educación, la cultura y la lengua; la tecnología y la ciencia; la infraestructura y la producción económica; la defensa y la diplomacia; la administración y la seguridad públicas; la administración de justicia; la organización social y los equilibrios necesarios para que las sociedades a que pertenecen continúen desarrollándose y sigan siendo las sociedades que son.
En México los partidos políticos nunca se han planteado expresamente este problema. Se lo han planteado, sí, cada vez más claramente, grupos de interés privado, y han sido exitosos en buena medida. Hoy se asume como asunto “natural” que las universidades públicas produzcan asalariados. Si de sus egresados emergen grupos dirigentes, es asunto de méritos propios, o de herencias familiares.
La UNAM tiene las mejores prendas académicas para formar grupos numerosos de emprendedores, con vistas a incidir en la formación de los grupos dirigentes del país. Seguramente de sus aulas podrían salir grupos de orientación humanista, civilizada, progresista, capaces de crear y sostener las mejores instituciones para la gobernabilidad de la nación.
Debe plantearse la necesidad social y nacional de ocuparse racionalmente de una inteligente política para la reproducción de las elites, al tiempo que es posible y necesario ocuparse de los temas de la desigualdad social. Entre esos propósitos nacionales no existe contradicción.
Desde Gaetano Mosca, en el siglo XIX, hasta Ralph Darhendorf en el XX, el asunto de las elites ha sido objeto de análisis por estudiosos de todas las tendencias teóricas del pensamiento social: Pareto, Saint-Simon, Taine, Marx, Michels, Einaudi, Croce, Mannheim; en Estados Unidos, Lasswell, Kaplan, Burnham, Wright Mills, Sweezy, Hunter, entre muchos otros.
La clase política es un número restringido de personas, pero su fuerza, como dijera Gaetano Mosca, la obtiene de estar organizada. Pareto distinguió entre elites políticas, económicas e intelectuales, e identificó a las primeras como los grupos propiamente dirigentes. Y Lasswell y Kaplan anotan una observación histórica de gran importancia: “la democraticidad de una estructura social no depende de que exista o no una elite, sino de las relaciones establecidas entre la elite y la masa: del modo en que la elite es reclutada y del modo en que ejerce el poder”. En ese sentido, Karl Manheim escribió: “la democracia no implica que no haya elite; implica más bien cierto principio específico de formación de las elites” (véase “Teoría de la elites”, de N. Bobbio en Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1985).
Respecto a los grupos dirigentes es necesario distinguir los procesos de su formación y los modos de su organización. La transmisión del poder de una elite a otra, por herencia, define a los regímenes aristocráticos; los regímenes democráticos, en cambio, forman a su elite a partir de todos los grupos y clases sociales. Cuando el poder desciende de arriba hacia abajo, tendremos los regímenes autocráticos o autoritarios, y cuando el poder se configura desde la base por el método de representación, los regímenes liberal-democráticos. Escribe Bobbio: “la diferencia entre regímenes aristocráticos y autocráticos, por un lado, y regímenes democráticos y liberales, por el otro, no debe seguir buscándose en la existencia o inexistencia de una clase política (o dirigente), sino en que en los primeros hay elites cerradas y restringidas y en los segundos hay elites abiertas y ampliadas”.
Las elites dirigentes, antes que por el modo de transmisión del poder, importan por el modo de su formación desde el punto de vista educativo. La calidad y orientación de la formación educativa hablan en gran medida de la calidad y orientación de las elites dirigentes, y son clave en el destino de una nación. También lo es el modo en que se recluta a quienes serán educados para integrarse a los grupos dirigentes. Sin una elite con una formación altamente calificada y con un bagaje cultural firmemente enraizado en los valores histórico culturales de una sociedad, el destino de un país puede estar en cuestión.
En una sociedad abierta y democrática no existe una instancia que juzga cuáles son esos valores histórico culturales y qué significa formación educativa altamente calificada. En este asunto el criterio del paretiano Filipo Burzio parece adecuado. “Las mejores elites son las que se forman a través de la lucha y están en continua competencia entre sí, como afirman las doctrinas liberales, y que siendo elegidas y controladas periódicamente por los ciudadanos no se imponen sino se proponen, como afirman las teorías democráticas”.
En México, buscando diversos grupos modos eficientes de inserción internacional, no han resuelto este problema, ni se lo ha planteado expresamente el conglomerado de nuestras universidades de modo consciente; una institución como la UNAM podría formular un acuerdo interno sobre las vías por las que las elites deben ser formadas y promovidas hacia altas esferas de responsabilidad social y política.
Son indispensables grupos dirigentes en las distintas disciplinas científicas, técnicas, sociales y humanísticas; pero la tradición excluyente de los grupos política y económicamente dominantes de México ha impedido, mediante una masiva, pero baja calidad educativa desde la instrucción primaria, aprovechar los talentos, seguramente abundantes, que podrían ser promovidos de entre las clases pobres. Nacionalmente es una política suicida.
La UNAM como gran centro educativo que es y el rector, como coordinador de sus esfuerzos, tiene aquí un reto formidable.
Hablemos en la próxima entrega de los mercados laborales y la oferta educativa.