Cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón
(Sobre el comienzo de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez)
Ampliar la imagen Amos Oz, escritor israelí Foto: Thron Ullberg
Ampliar la imagen El escritor Amos Oz, en imagen de 2005, figura entre los asiduos aspirantes al Nobel
Comenzar a contar una historia, dice Amos Oz, es como intentar conquistar en un restaurante a una persona totalmente desconocida. El inicio de un relato funciona como un contrato en el que el autor nos hace promesas que a la larga tal vez no cumplirá, o cumplirá de manera inesperada. Muchas veces, de esas primeras líneas depende si se cierra el trato y el lector prosigue hasta el final, o bien abandona la lectura. En su análisis de los fragmentos con que abren algunas novelas y relatos breves de Gógol, Kafka, Chéjov, Carver o García Márquez, Oz instruye, guía y entretiene, y explora con pasión, gracejo y moroso deleite la importancia de esas primeras palabras con que nos invitan a los libros sus autores. Como una primicia para sus lectores, La Jornada presenta aquí el texto que dedica Amos Oz, candidato constante al Premio Nobel, a una de las obras de Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura 1982, El otoño del patriarca. Se trata de una coedición del Fondo de Cultura Económica y la Editorial Siruela. El título del libro es La historia comienza, con un subtítulo: Ensayos sobre literatura. Comenzará a circular en breve en México
Al principio de la novela de Gabriel García Márquez El otoño del patriarca, una multitud invade el palacio presidencial. El narrador, que se halla entre la multitud, describe cómo las turbas encuentran el cadáver del patriarca, que ha gobernado el país durante cientos de años, o quizá desde siempre.
Al igual que el comienzo de Un médico rural y el de Mikdamot, el comienzo de El otoño del patriarca pretende ser leído, idealmente, como una larga frase ininterrumpida; además, aunque la novela está dividida en seis partes compuestas por decenas de páginas cada una, no está dividida en párrafos, como si se narrara de un tirón. Tampoco hay una línea argumental, sino más bien un flujo y reflujo entre los tiempos del reinado del patriarca y la muerte de un tirano que hizo que el tiempo se detuviera. El principio es el final; la muerte del tirano y la caída de su régimen se han producido no porque haya pasado el tiempo, sino porque el tiempo se ha podrido; se ha desintegrado en “el tiempo incontable de la eternidad” (con estas palabras concluye el libro). Desde el comienzo mismo, se pide al lector, como si fuese a iniciar un viaje a un agujero negro en el espacio exterior, que sincronice su reloj con el tiempo que está fuera del tiempo. Además, si bien la novela está escrita en pasado verbal, al final descubrimos que el pasado no es sólo lo que fue sino también lo que es y lo que será. Su movimiento tiene más que ver con desmontar un juego de muñecas rusas que con atravesar varias capas con un taladro. El principio de la segunda parte deja claro que la muerte del tirano y el descubrimiento de su cuerpo no son solamente un suceso único que señala el final de una era sino la repetición de un acontecimiento cíclico.
Este tirano muerto no es el heredero o el sustituto del tirano muerto del inicio de la novela. Es él mismo, él en persona (a menos que uno de los dos sea un doble; pero el doble es el propio tirano de todos modos). “Nosotros” sigue siendo “nosotros” aun cuando “ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez”. Y al principio de la tercera parte: “Así lo encontraron en las vísperas de su otoño (…) y así volvimos a encontrarlo muchos muchos años más tarde (…)”; y de nuevo en el inicio de la sexta parte: “Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes (…)”
El comienzo es la conclusión: el presente, el acontecimiento del hallazgo del cuerpo, une y contiene futuro y pasado. El momento es eternidad. El tirano no muere después de una vida que abarca varias generaciones, sino que vive y muere y vive intermitentemente, de hecho ni siquiera intermitentemente: está vivo y muerto en cada momento, es él y no es él, porque cada momento es eternidad y porque dentro de la helada eternidad no hay más que una sola cosa que prosigue sin cesar: un continuo proceso de descomposición.
Esto nos ofrece una fascinante paradoja: he aquí un texto escrito que se esfuerza por superar su naturaleza fundamental: por dejar de ser una línea de palabras, escritas y leídas, una detrás de otra, por sobreponerse a la esencia del tiempo, intrínsecamente lineal. Se pide al lector que se mueva sin movimiento, o que se mueva dentro del no-movimiento, exactamente igual que el movimiento de la muchedumbre en las salas del palacio muerto.
Da la impresión de que el narrador es buen conocedor de la historia del palacio y de otros tiempos, capaz de relacionar cada herrumbroso carruaje, cada desvencijado coche con su época histórica o mítica. Pero, ¿cómo puede saber, por ejemplo, que la sentina abierta en el patio era usada por concubinas y soldados? ¿Hasta qué punto exige el contrato inicial que el lector confíe en este narrador?
El tiempo, la incuria y la degeneración invaden las primeras páginas al igual que llenan el resto de la novela. Las turbas habían fantaseado acerca de irrumpir por la violencia en “la vasta guarida del poder”, asaltar los muros o echar abajo con arietes la puerta principal, pero a la postre no hubo ninguna revolución violenta, sino sólo una suave penetración, casi como en sueños; la puerta principal se abrió “al solo impulso de la voz”. El tiempo detenido gobierna ese relato, al igual que gobierna el palacio, ya desde la primera frase: “…los gallinazos se metieron por los balcones en la casa presidencial (…) y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior”. Los intrusos perciben que han entrado no en un edificio sino en unas épocas que se han quedado paralizadas mientras avanzan adentrándose calladamente en “el ámbito de otra época” o en un silencio aún más antiguo. Encuentran la alberca bautismal en la que han sido bautizadas más de cinco generaciones y, en unos viejos establos, una berlina de los “tiempos del ruido”, el “furgón de la peste” y otros artefactos llenos de telarañas, cada uno de los cuales marca un periodo, no un lugar.
La época que impera en el interior de la “vasta guarida del poder” es tiempo degenerativo, hediondo, apesta con una fetidez a generación, cargada con húmedos vapores de fluyente propagación. El palacio emana una “tibia y tierna brisa” de “podrida grandeza” en dirección a la ciudad. Los muros están “carcomidos”. Los rosales bajo los que antaño dormían los leprosos están “nevados de polvo lunar”, y su aroma “revuelto con la pestilencia (…) y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermento de orines”. El crecimiento del jardín es “asfixiante”, la ropa está “podrida al sol” cerca de la “sentina abierta”. En el interior, los intrusos descubrirán que las vacas se han adueñado de los salones, y el olor de sus excrementos entre los restos de los muebles se mezcla con la peste a putrefacción que despiden los cadáveres de los buitres. En “una oficina disimulada en el muro” yace el cuerpo del tirano, la fuente de los diversos hedores que salen del palacio e inundan la ciudad.
¿Qué debe presumir, pues, el lector como si pagase una especie de entrada al palacio-establo? ¿Debe creerse el detalle preciso y naturalista, los olores, los objetos que se deshacen, el estiércol de vaca y los informes no precisados, como prueba de la naturaleza aparentemente documental de esta descripción? ¿O, por el contrario, debe entenderlo todo como una realidad virtual? ¿O bien como un mito?
Como el comienzo de El capote de Gógol y las primeras páginas de El castillo de Kafka, las que inician El otoño del patriarca no cierran ninguna puerta. Podemos entenderlas como una descripción, incluso como una descripción grotesca redactada en un talante fantástico-latino, de la ocupación del palacio por el pueblo después de la muerte de un viejo gobernante en cierta república bananera en la que reinan la crueldad y la corrupción. O igualmente podríamos interpretarlas como una versión artística de un manifiesto anarquista en el que se censurara la corrupción de todos los regímenes, mostrando en vivos colores la degeneración de todas las elites gobernantes. Una interpretación de este tipo se expone a pasar por alto la dimensión metafísica o teológica de El otoño del patriarca. No olvidemos que el monstruoso dictador es inmortal. Su muerte no supone el final. Una y otra vez, la muchedumbre irrumpe en sus aposentos, una y otra vez encuentra su cadáver, picoteado por los buitres, una y otra vez domina sin rival, está siempre presente, tortura a sus súbditos… o les concede inescrutables e imprevisibles favores.
Los emisarios del castillo de Kafka, seres taimados y sospechosos, abordan al hombre que aguarda una entrevista, lo ridiculizan sin compasión y lo atormentan, pero ese hombre nunca conseguirá entrar en el castillo ni conocer a su jefe. Por el contrario, El otoño del patriarca se inicia con una invasión del castillo del señor, con el descubrimiento de su cadáver, pero aquí –en cierta medida como en Gógol– no es posible tocar el poder mismo aunque sí, como mucho, tocar a sus emisarios, a sus nauseabundos representantes, su opaca y absurda crueldad. Por lo que al gobernante se refiere, “ningún mortal lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba allí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba…”
No es la “muerte de Dios” nietzscheana, sino la desintegración del tiempo; no es un apocalíptico fin del mundo, sino un ciclo de descomposición eterna a la cual está sometido el gobernante no menos que el más humilde de sus súbditos: “…pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina (…) La primera vez que lo encontraron (…) y sin embargo gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás…”
Todo apesta y se deshace, pero nada cesa. La entrada de las masas en el palacio no es más que una victoria quijotesca, porque el “enemigo” no es más que un actor cuyo papel ha sido previamente asignado en una comedia que se vuelve a representar cada vez que se levanta el telón.
No obstante, el contrato inicial no invita al lector a un morboso valle de desesperación ni a una lúgubre alegoría metafísica. Por el contrario, el comienzo es una invitación a un carnaval sensorial. García Márquez pinta el horror del infierno en la deteriorada residencia gubernamental en matices de alegre escándalo:
“(…) una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años…”
La voz de este narrador impersonal, que forma parte de la multitud y siempre habla en términos de “nosotros”, es una voz jubilosa, que se complace en exhibir la desnudez de la deshonrada grandeza presidencial. Con cada escandaloso descubrimiento, con cada detalle sorprendente, con cada increíble revelación acerca de la vida de los poderosos, esa voz se hace cada vez más alegre y juguetona. Incluso invita al lector a participar en una orgía de blasfemias, en un carnaval iconoclasta, irrumpiendo en el fortificado sancta sanctórum, con una euforia que funde el horror despreciable, el absurdo, la increíble descomposición de la autoridad y el burlesco deleite del saqueo y la violación.
Desde el comienzo mismo de la novela (“Durante el fin de semana se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas…”), el lector debe aceptar las reglas del juego; la completa eliminación de la línea habitualmente trazada entre lo respetable y lo burlesco, entre lo horrendo y lo cómico; entre la indagación metafísica y el gozo de la revelación sensacionalista, entre un gobernante endiosado y un general de opereta en una corrompida república bananera. Es probable que el lector que se aproxime a esta novela armado de escoplos decodificadores pase por alto lo que hallará el lector que se aproxime a ella con carcajadas desenfrenadas, y viceversa. Desde el principio, el lector tiene que moverse por la novela por dos caminos paralelos: es una oscura fábula metafísica sobre el universo y su amo, y al propio tiempo una obra juguetona y ferozmente despiadada, llena de júbilo anárquico: kafkiana y carnavalesca a la vez, esta novela con aires de farsa logra ofrecernos un ciclo de delirantes pesadillas.