Crónica negra de los sepulcros blanqueados
Cada vez que escucho a los curas maldecir a las mujeres que han abortado mientras ellos venden bendiciones impresas por millares y recaudan limosnas de “amor” entre los comerciantes que rodean sus templos, recuerdo al Cristo que desafió a los fariseos, a los sepulcros blanqueados y lanzó, de la casa de su Padre, a los mercaderes.
Esos maledicientes ministros aseguran que la Biblia es la palabra de Dios y el libro sagrado que los guía. Pero, ¿por qué condenan el aborto si no existe desaprobación alguna en sus páginas? Este libro consigna, en cambio, de manera explícita, que se puede perjudicar a la mujer con un embarazo no deseado: y si alguno no quiere perjudicar a la mujer, que derrame en tierra.
¿Los devotos militantes de Pro vida, el señor procurador, el defensor oficial de los derechos humanos, el gobernador de Jalisco quieren perjudicar a la mujer obligándola a tener un embarazo no deseado? ¿Su devoción les alcanzará para leer la Biblia o sólo folletos parroquiales?
Por fortuna la Iglesia no es el puñado de obispos y cardenales que lanzan anatemas y enarbolan una ley que no cumplen (“no hay justo ni aún uno”). La Iglesia, el conjunto de los fieles, sabe que el Vaticano prohíbe los anticonceptivos y la mayoría de las mujeres católicas los usan; también sabe que la alta jerarquía religiosa condena el aborto a pesar de que, entre quienes lo han practicado, 81 por ciento profesa esa fe.
Desde muy joven la escritora Elena Poniatowska descubrió que los desarraigados, los desposeídos, las minorías: “Eran mi legión”. Una de las muestras más recientes de esa militancia laica es, sin duda, La herida de Paulina, crónica del embarazo de una niña violada, libro publicado por Océano hace unos días.
No pocos conocimos el caso de Paulina, pero muy pocos, sólo esa multitud llamada Elena Poniatowska pudo reconstruir con tal crudeza ese vergonzoso capítulo negro del México contemporáneo.
Allí aparecen funcionarios, médicos, curas, los cuales, en nombre de una religión que al parecer no conocen, perjudicaron a Paulina, una niña de 13 años con un embarazo producto de una violación. La corona del absurdo correspondió al procurador de Baja California, pues llevó a Paulina con un cura en lugar de hacer cumplir la ley que permite el aborto en caso de violación. ¿El procurador estatal hubiera hecho lo mismo de haberse tratado de su hija o la habría acompañado a un sanatorio de San Diego para solucionar el problema?
Ningún funcionario, ni las hijas de María que buscaron a Paulina para asustarla, le echó la mano a la adolescente con su hijo, hasta que la Organización de las Naciones Unidas obligó al gobierno de Baja California a apoyar a esta niña violentada en sus derechos humanos.
La crónica de Poniatowska es, además de la historia terrible de Paulina, un retrato moral de una sociedad que ha sido permeada por el arte de la simulación. Las máscaras que nos ocultan se han convertido en nuestro verdadero rostro.
Pero además de esa doble moral que forma parte importante de la sociedad mexicana, el caso de Paulina puso en evidencia lo que muchos saben: la fragilidad de nuestro sistema judicial, en el cual la pobreza, el grupo étnico, la edad y el género son factores determinantes para inclinar la balanza de la justicia: mujer, niña, indígena y pobre es, en el México de nuestros días, el peor coctel en materia de derechos humaos. ¿Los objetores de conciencia que surgieron en el caso Paulina estarían dispuestos a regalarle su sangre al cura Aguilar acusado en la corte de Los Ángeles por abusar de menores o al mismísimo guía espiritual de los Legionarios de Cristo en caso de vida o muerte? ¿Se convertirían en objetores de conciencia?
Elena Poniatowska dice que toda mujer guarda, en su intimidad, un aborto. Y esa experiencia, nos dice, es dolorosa. Legalizar al aborto, como ocurrió en el Distrito Federal, no es darle carácter de obligatorio, asegura Poniatowska. Es sólo una forma de regular y resolver un problema de salud pública, pues los abortos inducidos representan la cuarta causa de muerte en el país.
La maternidad, como toda religión, debe ser personal y voluntaria. Cuando otros buscan administrar nuestro cuerpo y nuestra conciencia, el rostro del fascismo aparece. La sombra de esa tentación autoritaria se asoma en La herida de Paulina.