Usted está aquí: domingo 30 de septiembre de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Muñeca rota

En todas las habitaciones de la casa hay retratos de Ana. Captan desde sus primeras sonrisas hasta las últimas, todas sugeridas por presencias intercambiables que le pedían “una sonrisita, sólo una”, para el padre, los abuelos, los padrinos, los amiguitos que la invitaban a sus fiestas de cumpleaños, los compañeros de la escuela y al final sólo para la cámara: “A las tres dices whisky. ¡Va!”

La luz que ilumina la serie de fotos subraya las transformaciones sufridas por Ana y su nombre a lo largo de 16 años: Anette, Hanna, Hania, Anahí, Anha. El 25 de octubre de 2001 cesaron para siempre los cambios. “Hija: todas las lágrimas del mundo no llenarán el vacío dejado por tu ausencia. Descansa en paz”.

Bajo cada retrato está la sombra que ha ido dejando en la pared: son sus raíces.

Cuando la madre de Ana María quiere imaginar que el tiempo no ha transcurrido y aún está paseando con su hijita de un año, descuelga la fotografía, la aferra con su mano derecha, se inclina y camina por un sendero imaginario mientras le advierte a la niña ausente que se fije bien por dónde va, que no tenga miedo de ese perro, que no llore.

Lo dice en el mismo tono que empleó la mañana de aquel domingo de 1987, cuando Anita dio sus primeros pasos y su padre le tomó un rollo completo de fotos. Las mejores están en la pared, cercadas por el marco, borrándose lentamente.

Desde que Ana murió, su padre se ha refugiado en su taller de relojero. Se pasa las horas con el lente pegado al ojo derecho observando mecanismos antiguos –su especialidad– que aún pueden medir el tiempo para todos, excepto para Ana.

Entre un calendario y el espejo que le permite ver quién entra en su negocio, el relojero conserva el retrato de Ana a los cinco años disfrazada de abeja. Todos los asistentes al festival de la primavera aplaudieron la aparición de la niña bajo un arco de flores artificiales: “Se ve graciosísima”. “Qué gordita más simpática”. “Está como para un anuncio”.

El padre de Ana se sintió muy orgulloso. Lo documenta esa foto que a veces descuelga para besarla, como lo hizo con su hija después del festival escolar, pero la frialdad del vidrio le recuerda una lápida helada: “Todas las lágrimas del mundo no llenaran el vacío dejado por tu ausencia”.

II

Entre las imágenes exhibidas en la pared está el hueco de la foto que los padres de Ana descolgaron hace meses con el pretexto de que estaba fuera de registro y era demasiado oscura.

En realidad la excluyeron para no recordar el día en que Anita regresó a la casa llorando porque Diego, un compañero de sexto año, la había llamado “bodoque”. Lograron sacarla de su depresión diciéndole que era preciosa y comprándole una pizza. Su papa la retrató con los ojos hinchados, una sonrisa falsa y una rebanada de mortadela y pepperoni sostenida en su mano izquierda: el lado del corazón.

Esa misma noche los padres de Ana invirtieron su desvelo en reconocer que su hija estaba cada día más bonita y no era gorda, simplemente empezaba a tener formas femeninas.

Sin embargo, para que ningún imbécil volviera a molestarla, le sugerirían que siguiera una dieta leve. Además, se acercaba el fin de año y su papa quería que Anita apareciera esplendorosa en las fotos que pensaba tomarle.

Están en la pared del pasillo: “Anita con sus compañeros del 6º C”. “Anita con las misses Tania y Yolanda”. “Anita poniéndole cuernos a Bruno”, “Anita distraída, mirando quién sabe qué”.

Muy cerca está la foto de Anita el día en que ingresó a la secundaria. Enfundada en su uniforme –blusa blanca, suéter verde, falda a cuadros, calcetas y mocasines negros–, la niña tiene levantada la mano derecha. La madre de Ana sabe que el saludo iba dirigido a ella, como si se tratara de una larga separación y no una ausencia de horas. “¿Cómo te fue en la escuela?” “¿Qué tal tus nuevos compañeros?” “¿Qué se siente ser toda una señorita que va a la secundaria?”

Los padres de Anita se deleitaban viéndola feliz y escuchándola contarles sus novedades. Una tarde les dijo que acababa de llegar una nueva compañera: Karla, una niña que ya había aparecido en la revista de una tienda de autoservicio modelando zapatos y ropa. Le preguntaron cómo era su nueva amiga. Dijo que bien flaquita porque sólo comía atún en agua y ensalada de col para no subir de peso.

Más tarde, a la hora de la cena, Anita rechazó el pan y antes de irse a la cama le preguntó a su madre si le parecía que estaba gorda. Ella le contestó que no, que dejara de pensar en eso. Desolada, Anita se miró el pecho: “¿No se te hace que tengo demasiado busto?”

Su madre no pensó que ese tema preocupara realmente a su hija. Lo advirtió meses después, cuando revelaron las fotos del paseo a un balneario de Hidalgo. En ellas aparece Anita rodeada por sus primos y cubriéndose el pecho con una toalla de estampado floral.

La prenda está junto con las muchas cosas que le pertenecieron a Ana, Anet, Hanna, Anahí, Anha: camisetas, blusas, faldas, yins, cintas métricas, básculas de todos los tamaños, incluida una muy pequeñita. La sacó del taller de relojería para pesar con mayor precisión los gramos de comida que al final se limitaron a una hoja de lechuga, una rebanada de manzana, media nuez de la India, agua, suero.

Las fotos del balneario cuelgan a la entrada del baño, en la única pared salitrosa. Cuando su madre ve las marcas del salitre piensa en que Anita nunca cumplió su sueño de conocer el mar.

III

El cuarto permanece intocado. Tuvieron que pasar varias semanas de la muerte de Anita para que su madre se atreviera a entrar en la habitación. Lo hizo para aspirar el olor de su hija, para embelesarse mirándola en las fotos clavadas en la pared. Allí aparece Anita modelando prendas corrientes y variadas. En todas las imágenes la niña luce una gran sonrisa, pero sus ojos están tristes y al final casi desorbitados.

La madre de Ana sigue visitando la habitación para ventilarla y elegir los muebles que podría donar a un asilo. No logra decidirse, porque cada vez que abre una puerta o un cajón encuentra revistas femeninas con las páginas de ejercicios y dietas señaladas con separadores o clips. Junto a las publicaciones están los diarios de Ana.

Las libretas tienen muchas páginas en blanco y anotaciones aisladas, escritas con letra desigual y plumón de colores. “Lunes 7: Por primera vez Karla me llevó a una sesión de fotos. Había chavas que miden 1.70 y pesan 46 kilos. ¡Qué envidia! Voy a parecerme a ellas”. “Miércoles 15: Me odio. Soy una imbécil por haberme comido la hamburguesa. Ni modo: una semana, dieta de repollo. ¡Huele horrible y sabe peor! Me lo merezco”. “Martes 21: Leí que uno puede bajar cinco kilos en una semana tomando tres litros de agua y tres manzanas al día. ¡Guau!” “Jueves 29: Le voy a decir a mi papá que en vez de comprarme una compu me dé el dinero para hacerme una liposucción. Duele un poco. No me importa. Todo menos esto. ¿Qué suena mejor: Hanna o Anet? ¿Cómo se escriben esos putos nombres?”

Aunque la entristecen profundamente, la madre de Ana sigue leyendo los diarios de su hija: “Domingo 6: Mi mamá me encontró vomitando. Como estoy pálida y no me ha bajado la regla piensa que estoy embarazada. ¡Ni loca! Le dije que me había hecho mal la comida”. “Sábado 11: Al salir del baño me vi en el espejo y me asusté de lo flaca que estoy. Lo bueno es que vestida me veo súper”.

La mamá de Ana siempre sonríe cuando llega a la página que tiene los márgenes adornados con flores, rayos, estrellas y signos de admiración: “Miércoles glorioso. Al fin me entraron los yins talla 2 y posé para mis primeras fotos sola. ¿Anahí o Anne? No logro decidirme. Karla sugiere algo más sencillo: Anha. PD: Mi papá se puso a comparar las fotos que me ha tomado últimamente y dice que estoy flaquísima y me llevará con un médico. ¿Por qué siempre tiene que meterse en mis cosas? ¡Me choca!” “Lunes 30: Otra vez no fui a clases. Me siento mareada y me duele mucho la garganta. Eso es lo único que está bien porque así, aunque quiera, no podré comer. Bajaré los 200 gramos que subí este fin de semana. ¿Doscientos gramos? ¡Qué horror!”

La madre de Ana siente deseos de morir después de leer esos diarios. Cada palabra es como una inútil y tardía señal de alarma: kilos, gramos, tallas, dietas, agua, suero, vómito, sangre, frío, sudor, miedo, fiebre, hambre.

 
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