Sólo la política puede derrotar a las armas
Varias agendas en el país corren en forma paralela: la de los partidos, la del gobierno, la de las organizaciones guerrilleras, la del crimen organizado y la de una ciudadanía que mira impávida lo que sucede y sufre las consecuencias del desastre nacional.
En medio de este drama no se atisban en el horizonte señales alentadoras que permitan suponer una modificación sustantiva de la espiral de confrontaciones. Las respuestas de los voceros gubernamentales expresan una forma simplona, inexperta y miope de ver los sucesos que impactan el acontecer nacional.
Ante las explosiones de los ductos de Pemex, atribuidas al Ejército Popular Revolucionario (EPR), los argumentos de los funcionarios de Gobernación se han centrado en la insuficiencia presupuestal del Cisen y en la amenaza de “castigar con todo el rigor de la ley a los responsables”. Es decir, para los personeros del gobierno el tema del EPR se hubiera podido evitar con medidas de carácter policiaco.
En el Poder Legislativo, un grupo de senadores de oposición bien intencionados, pero con pocos elementos para contextualizar su propuesta, plantean dialogar con el EPR. Tal vez desconocen que en el pasado reciente, cuando otra organización guerrillera decidió sentarse a dialogar con el Estado, éste terminó por desconocer y traicionar los acuerdos firmados, en este caso con el EZLN.
La propuesta en sí no es incorrecta, sólo que es necesario inscribirla en el contexto del conjunto de acciones que las instituciones del Estado mexicano, incluso el Congreso, requieren realizar para relanzar una propuesta de diálogo nacional.
El Estado no puede abdicar de sus funciones para realizar las tareas asignadas por ley, pero tampoco puede ni debe utilizar medidas extralegales para ejercer sus atribuciones; por ello, ante el reclamo de la presentación de los miembros del EPR desaparecidos, no puede haber respuestas como la del secretario de Marina o la del procurador general de la República acerca de que podía tratarse de un ajuste de cuentas entre la guerrilla. Declaraciones de esta naturaleza, que provienen de funcionarios con alta responsabilidad en la vida nacional, si no vienen provistas de una comprobación y documentación certificada, no sólo confunden a la opinión pública, sino contribuyen a agravar la crisis.
La preocupación del Estado, más que en saber dónde serán los próximos atentados, debería centrarse en la búsqueda de los eperristas desaparecidos, con lo cual dejaría sin justificación alguna nueva acción guerrillera. No obstante, las posibilidades de superar las situaciones críticas existen, y en el Poder Legislativo se ha venido produciendo un fenómeno interesante, cuya primera concreción se produjo alrededor de la reforma electoral como un signo alentador de poder concretar acuerdos mayores. Es por ello que el Congreso de la Unión puede constituirse en el convocante de un gran diálogo nacional para la reforma del Estado que recupere la agenda de los temas nacionales inconclusos, comenzando por el de derechos y cultura indígenas, convenidos entre el gobierno federal y el EZLN.
En este tema, además de sus demandas específicas, el EZLN enarbola consignas de alcance nacional que no deben ser menospreciadas. El regateo a la legitimidad del EZLN es un ejercicio inútil que distancia y provoca resentimiento. En otro sentido, amplios sectores largamente empeñados en el desarrollo de las vías institucionales de acción política y en la preservación del Estado de derecho se irritan ante la pretensión de los zapatistas de ser reconocidos como interlocutores importantes para discutir el presente y el futuro de México.
No debe aceptarse la dicotomía. Es de capital importancia acabar con exclusiones y resentimientos, y construir una nueva concordia y unidad nacionales sobre la base de la democracia y la tolerancia. Sólo con una convicción de esta naturaleza se podrá convocar a los grupos guerrilleros a un diálogo de esta envergadura: sólo la política puede derrotar a las armas.
Es urgente salir al paso del barrunto de la tormenta y contribuir a la formación y acuerpamiento de interlocutores en este enorme conglomerado, pleno de suspicacias y escepticismo hacia las iniciativas gubernamentales. Habrá que realizar un gran esfuerzo para demostrar que el diálogo nacional con vistas a la reforma del Estado tiene determinación incluyente, capaz de enfrentar con éxito el reto organizativo que representa lograr acuerdos con grandes grupos desarticulados por la crisis.
Los cambios en la distribución del ingreso son inevitables. El empobrecimiento sin expectativas de millones de mexicanos conduce al desgarramiento de la nación. Una repartición moderna de la riqueza y las oportunidades sólo es posible mediante el acuerdo de todos los involucrados, destacadamente del capital y el trabajo.
El diálogo nacional para la reforma del Estado tiene en la actual coyuntura la mejor oportunidad para la transición hacia una gobernabilidad democrática.
Para México, la reforma del Estado no es prescindible; es una necesidad de cuya satisfacción dependen la paz interna, la unidad nacional, la soberanía y la integridad territorial. No tienen eco en México las voces que convocan a la demolición de lo construido, pero esto no valida la pretensión de ahogarlas o ignorarlas.