Usted está aquí: martes 25 de septiembre de 2007 Opinión La exposición Julio Ruelas

Teresa del Conde

La exposición Julio Ruelas

Más que bienvenida fue la iniciativa del Museo Nacional de Arte (Munal), pues independientemente de que este año se conmemora el centenario luctuoso de uno de nuestros más notables artistas, se hacía necesaria una muestra sobre Julio Ruelas.

Excepto la hermosísima pintura Pierrot médico, que creo es su mejor obra dentro de este género, están presentes buen número de las que realizó, que no fueron muchas, debido en primer lugar a que Ruelas dibujaba con enorme facilidad a toda hora, mas la pintura le costaba trabajo y le tomaba tiempo. Algunos de sus retratos, como el de los esposos Larque, no son nada afortunados, en cambio los que se exhiben, un poco al estilo de Gedovius, que fue su maestro, se cuentan entre la buena retratística de finales del siglo XIX.

Destaca, entre otros, el sonriente retrato en traje de época de Manuel Guerrero. Además, comparece el prodigioso cuadro que proviene del Museo Goitia, de Zacatecas (1901). El prodigio está principalmente en el marco, diseñado por el propio Ruelas, tomando como eje el complicado tapiz (un poco ennegrecido) que sirve de fondo a la presencia del modelo.

Debo decir lo siguiente: no es don Jesús, el principal mecenas de la Revista Moderna, el retratado (si hubiera mayor cuidado en las investigaciones, resultaría fácil comprobarlo, pero me queda la impresión de que, dado el enorme fuero que asiste a los curadores, ya ni se acude a las fuentes). Se trata de don Alberto Luján, otro integrante de la encumbrada familia, hermano mayor del mecenas. ¿Y eso importa?, el retrato, como pintura, es de muy buen nivel. Es representación típica del burgués culto y acomodado de principios del siglo XX, que posa entre sus sofisticados objetos art nouveau.

La Domadora (1897), aunque de tamaño diminuto (18 x 28) es una de las más celebradas obras de Ruelas, se exhibe en caja de cristal y ostenta un marco estupendo, el tema proviene del mito de Circe, quien convertía a sus amantes en cerdos, motivo que iconográficamente fue tratado también por Félicien Rops.

El espectador curioso puede darse cuenta de que, pese a su formato, la factura del cuadrito ha absorbido y adaptado los quehaceres impresionistas, cosa que no sucede con el “capricho al óleo”, o sea La entrada de don Jesús Luján (aquí si él) a la Revista Moderna, pieza también de pequeñas dimensiones realizada en 1904, poco antes del segundo viaje europeo del artista, del que no habría de regresar ni muerto, puesto que sus restos, gracias a las buenas acciones de un grupo de entendidos, siguen reposando en el cementerio de Montparnase en el sepulcro simbolista diseñado y esculpido por Arnulfo Domínguez Bello, discípulo de Jesús F. Contreras.

La exhibición ofrece apartados, pero no estoy segura de que la museografía haya sido del todo adecuada. La sección de los óleos abre con el Autorretrato de 1900 (Colección Munal) y se ve con gusto, se interrumpe con el espacio dedicado a los auguafuertes y dibujos preparatorios, prosigue en el ámbito siguiente y a continuación se exhibe una nutridísima colección de frisos, viñetas, capitulares, cabezales, capitulares y máscaras, que sirvieron todas como ilustración a la Revista Moderna. Ejemplares de ésta se distribuyen en cajas inclinadas a lo largo del recorrido, pero no siempre lo ilustrado corresponde a lo que uno tiene enfrente. No hay que sorprenderse de que haya dos o a veces más versiones de un mismo tema, como ocurre con las dos excelentes –y diferentes entre sí– versiones de La Bella Otero, una de las cuales ilustró en la Revista el poema de Tablada. Son masterpieces ambas.

Igualmente auténticos son los dos Sócrates, que por cierto temáticamente derivan de un grabado de Hans Baldung Grien, sólo que éste representa a Aristóteles en las mismas condiciones de vituperio, en cambio con Ruelas es el autor de los Diálogos quien aparece cabalgado por la impía mujer.

Debo decir que no porque yo conozca, diría que bastante bien, la obra de Ruelas, puedo presumir de que poseo la experticia de un connoisseur. Lo que en este aspecto sé, proviene no tanto a la monografía que escribí y que debido a mi inercia no se ha reditado, publicada por el Instituto de Investigaciones Estéticas, en 1975, sino más bien a que he perseguido a Ruelas y tengo en mi haber otras incursiones.

Observando lo expuesto me sobrevino la impresión de que una que otra de las tintas que se exhiben son extrañas y lo son, claro que no debido a la temática, sino al modo como la línea se comporta. La línea, neta o diluida, asume opciones específicas y verificables en este artista no fácilmente imitable, aunque se sabe que lo fue y lo ha sido en exceso. Circulan (y han circulado) muchos falsos Ruelas.

La exposición El viajero lúgubre (excelente título tomado de Enrique González Martínez) pudo quizá retomar el epitafio de Unamuno: “no eran dibujos de descanso, sino de inquietud... Buscaba (en los dibujos de Ruelas) el alma del artista, y no en los asuntos, sino en el modo de tratarlos, en el carácter de las líneas”.

 
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