Andrés Aubry de memoria
El privilegio de Andrés Aubry fue tan evidente para quienes lo conocieron que todos y cada uno lo cultivaban, cuidaban, agradecían. Muchos tal vez sin darse cuenta, en el fondo lo sabían. Su suave presencia, su sabiduría natural, el joie de vivre que casi nunca lo abandonó, aunque se le desinfló un buen tiempo tras la pérdida de Angélica Inda, su colega, su mujer, su cómplice, su (y aquí un paréntesis para que la palabra se oiga grande) compañera.
Aunque no deja de crecer, San Cristóbal de las Casas sigue siendo una ciudad pequeña entrecruzada de mundos y niveles. Pueblan el valle de Jovel los sancristobalenses y los coletos, y también mucha gente de fuera: por un lado procedente de todo México y muchos países del mundo, y por el otro decenas de miles de mayas, especialmente tzotziles, pero también choles, tzeltales y tojolabales cuando menos. Centro administrativo del indigenismo postmortem que el Estado usa como contrainsurgencia, sede de su ocupación militar, paraíso de espías, agentes de inteligencia y falsas almas perdidas.
Los enconos pueden ser tan grandes como cortas las distancias. En pocas cuadras coexisten la opción católica por los pobres y la derecha oligárquica, el altruismo, el turismo, el oportunismo y el compromiso legítimo de organismos civiles diversos. Bastión de la defensa de los derechos humanos y el feminismo activo, también medra una partidocracia digna de estudio (clínico), acoge a la sociedad civil zapatista en todos sus matices y persiste una academia antropológica y biológica que se caracteriza en ser lejana, envidiosa y pegada a la teta estatal y los programas bancomundialeros.
Poquísimos como Aubry gravitan todos esos niveles en carácter de tesoro colectivo, y para el poder, de contrincante de peso. Es impresionante el número y la diversidad de personas que algo recibieron de él y acudieron a sus exequias para demostrarlo.
No sólo la gente, las calles mismas de San Cristóbal, sus edificios coloniales (la catedral indígena, el convento de Santo Domingo) están en deuda con la reconstrucción del pasado que Aubry hizo durante la segunda mitad de su larga vida. Junto con Angélica levantó y creó el archivo diocesano de San Nicolás; ellos rescataron de sótanos y basureros los documentos, las pistas. Así descubrieron que la más importante historia del lugar, la más rota y viva, es la de los pueblos indígenas. Ponerse a su servicio fue su buena suerte.
De izquierda, hombre libre, teórico social y braudeliano, acabó sintetizándose en el zapatismo, y es de quienes mayor amplitud de pensamiento le han dado. ¿A quién entrevistarán ahora los periodistas, investigadores sociales y pasantes para que explique los fenómenos de Chiapas?
Conocedor de estas naturaleza y la geografía excepcionales, de sus estimulantes pobladores actuales, de sus múltiples pasados, devino activista, pensador orgánico de la reconstitución y liberación de los pueblos indígenas, que acá todavía son mayoría. Llegó hacia 1973, una época en que lo hicieron estudiosos, predicadores, agitadores y artistas. Venía de largas temporadas en Líbano y Perú, y de haber dejado Francia siendo joven. Y le ocurrieron tres cosas. Asistió al histórico Congreso Indígena de San Andrés de 1974. Se vinculó con el obispo Samuel Ruiz para desde las comunidades acompañar la evolución social de su Iglesia. Y sucumbió al imán subterráneo que tiene el cóncavo valle de Jovel, alguna clase de metal ha de ser.
Quizá nadie más recibiría en su funeral la unánime visita de funcionarios y religiosos, comerciantes, activistas, trabajadores, soneros zinacantecos, bases de apoyo zapatistas, diáconos indígenas, profesores de primaria, escritores chamulas, auténticos coletos y auténticos extraños. Todos, hasta los peores, fueron alumnos suyos. Estar con él era compartir las culturas madres y sus lenguas, la política del momento, la antigüedad clásica y el desastroso siglo XX, Paul Valéry, la revolución, la vida cotidiana, los bosques, la selva, una buena mesa. Dotado de una comprensión inmensa, humanista si los hay, intelectual de los que ya no hay.
En paráfrasis de Elías Canetti, cuando muere alguien como él es como si se incendiara una biblioteca. Son irremplazables el pegamento, los vasos comunicantes de su mente, la sustancia de su memoria. Escribió, pero no lo suficiente, por eso su conversación fue tan valiosa. Testigo presencial de todos los acontecimientos clave desde 1994, participó, estudió y dilucidó el fenómeno social sin descuidar el contexto. Inmune a la academia, hubiera sido un trofeo para cualquier claustro del planeta.
En su encanto había un truco. Que quizá no era truco, por eso encantaba: quien lo conocía sentía que él, Aubry, era el afortunado de haber encontrado a alguien tan especial. Jóvenes y mayores, modestos y pretenciosos, hombres y mujeres, indígenas y europeos sentían ser Alguien (“para don Andrés soy importante”). Todos lo éramos. Eso se llama magia.