Disciplina fiscal
Es el primero de los mandamientos del credo neoliberal: que el Estado no gaste más de lo que tiene, y menos si es en veleidades populistas como crear empleos, asegurar la impartición de educación pública o garantizar la atención médica a toda la población. Ese credo, que en la cabeza de Vicente Fox desempeñó un papel más importante que el católico, hizo posible que en la pasada administración el gobierno mexicano racionalizara sus gastos de manera ejemplar: pagó puntualmente las deudas de los banqueros, que de privadas pasaron a ser públicas por un malabarismo de su antecesor (también neoliberal), ejerció una presidencia parrandera y ostentosa e inventó múltiples oportunidades de negocio para sus amigos y parientes, pero en materia de gasto social observó una estricta disciplina fiscal. Y aunque desde mediados de su sexenio cacareaba una reducción imaginaria, pero sustancial, de la pobreza, investigadores como Julio Boltvinik y Araceli Damián pusieron en evidencia que ese cálculo no correspondía a la realidad sino a la imaginación de escritores como José Luis Borgues o Rabina Gran Tagora: gracias a la disciplina fiscal foxista casi 7 millones de mexicanos –pobres, en su gran mayoría– tuvieron que abandonar el país en busca de trabajo y fueron descontados del total nacional de pobres.
Otro de los partidarios destacados de la disciplina fiscal es George W. Bush, quien hace siete años recibió la administración pública de Estados Unidos en condición superavitaria. De entonces a la fecha, el texano ha logrado crear un déficit en las finanzas públicas que el año fiscal pasado fue de 248 mil 200 millones de dólares. El fenómeno se explica principalmente por el sostenido esfuerzo de la Casa Blanca para generar oportunidades de negocio en Irak a las empresas cercanas al entorno presidencial: cientos o miles de millones de dólares se han esfumado en las manos de los funcionarios gubernamentales y de los contratistas que trabajan en la “reconstrucción” del país árabe. Las “autoridades nacionales” iraquíes no se han quedado cortas; hasta es posible que hayan superado a sus jefes en materia de corrupción, fenómeno que, de acuerdo con auditores estadunidenses, se ha convertido en “una segunda insurgencia” que frena la normalización de Irak e impide la consolidación de un gobierno real.
Pero en materia de política social, el gobierno de Bush sí que ha sido disciplinado. En agosto el Buró del Censo reportó que “el ingreso promedio nacional se incrementó 0.7 por ciento el año pasado y alcanzó un total de 48 mil 201 dólares; además, registró una reducción de 0.3 por ciento en el número de hogares en la pobreza” (nota de David Brooks del 31/08/07). Bush se vanaglorió: “Cuando mantenemos bajos los impuestos, limitamos el gasto público, y abierta nuestra economía (...) todos los estadunidenses se benefician”, dijo, pero los árboles de los datos no le permitieron ver el bosque de la realidad social, en el cual el número real de pobres se ha incrementado en 5 millones de 2001 a la fecha y que en ese lapso el ingreso promedio de los estadunidenses se ha reducido en mil dólares anuales.
En su libro de memorias, The age of turbulence: adventures in a New World (La era de las turbulencias: aventuras en un nuevo mundo), presentado ayer, Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal, reprocha la particular práctica bushista de la disciplina fiscal y se lamenta de que sus amigos neoliberales hayan abandonado lo que él considera “ideales económicos básicos”. Le preocupa el desarreglo de los indicadores, no la catástrofe social. Parece irremediablemente convencido de que la economía existe y puede manejarse al margen de los humanos. Al parecer, no se da cuenta –pobre– de que la hipocresía de los disciplinadores fiscales es la prueba del fracaso de un pensamiento conservador en lo político, neoliberal en lo económico y corrupto en los hechos, que hace agua por todos lados y que ya no da para más.