El Estado atrapado
Alguna vez Miguel Ángel, esa inmensa figura del Renacimiento, se refirió a su tarea artística de escultor –en polémica con Leonardo– como una lucha denodada por liberar a la forma de la materia que la aprisiona. Extraña tesis metafísico aristotélica e inquietante modo de ver unas “esencias” separadas de las “cosas” del mundo.
Miguel Ángel creía firmemente que en el esbelto mármol que tenía frente a sí estaba aprisionado David por la materia: su cincel se encargaría de liberarlo de esa materia que lo mantenía tapiado, atrapado, de tal manera fundido con la piedra misma, que sólo al propio Miguel Ángel le era dado verlo. Ahí dentro había una esencia (¿la belleza?) que su cincel liberaría y pondría a la vista de los mortales.
Tal vez todo ello es una metáfora excesiva para referirse al Estado mexicano. Alguna vez fue, en el otro extremo, una omnipresencia: un Estado compacto; “nada fuera del Estado” (o lo mínimo), pero con una cúspide dominante representada por el partido casi único y el sistema presidencialista, y todo a la vista. Después con velocidad infernal fue atrapado, tapiado, por intereses de todo tipo; por los de la clase empresarial, por los de los propios personeros del Estado “revolucionario”; por políticos de toda laya, dirigentes sindicales de organizaciones charras y más, hasta volverse un amasijo informe. Aquello que dicen los textos clásicos: por necesidad el Estado (capitalista) representa el interés general, era falso en el caso mexicano. Y esa transformación, esa inmersión a la pétrea prisión de las fuerzas políticas y los poderes fácticos, ocurrió cuando la esfera política pasó a ser habitada por una variopinta clase política: la pluralidad partidaria: tres partidos principales rellenos a su vez de pluralidad: tribus en un caso, corrientes y grupos en los otros dos, en pugna permanente. El Estado quedó atrapado por esos intereses, a veces en conflictos parciales, a veces en contubernios desdichados.
La sociedad se quedó sin Estado. Éste vivía sólo para sí mismo dentro de la piedra de todos los intereses. Los ciudadanos quedaron en gran medida sólo como espectadores atónitos. Y lo peor: la vasta exclusión social atestigua de modo desgarrador cómo el gobierno dejó en el olvido a millones de compatriotas. Y ello mismo se acentuó con la infeliz llegada del neoliberalismo a principios de los 80.
Pero las cosas duran hasta que se acaban. Pronto múltiples voces comenzaron a hablar de la reforma del Estado. Ha estado encadenado (atrapado, tapiado, amorfo por muchos lustros); ha vivido paralizado como un cuadripléjico. Tirios y troyanos, habitantes del propio Estado (su ínsula Barataria), reconocen que su reforma es indispensable, pero no han logrado encontrar el cincel de Miguel Ángel y darle la forma necesaria, quiero decir, no han sido capaces de diseñar ese conjunto de instituciones con los atributos necesarios para representar el interés general. Y ello no será posible si no tendemos múltiples vínculos entre la sociedad civil y el pueblo en general, con nuevas instituciones de gobierno y nuevas posibilidades democráticas de intervención de los ciudadanos en su propio gobierno.
El Senado ha dado apenas un cincelazo, y se ha asomado una punta de un Estado. Poderosísimas fuerzas fácticas han sido puestas en su lugar. El Estado se ha impuesto sobre el interés particular del dúo televisivo. El inicio de la recuperación del carácter de bien público del espectro radioeléctrico ha sido echado a andar por el Estado, a propósito de una reforma parcial a la ley electoral. Aún no termina esta tarea: ni la reforma electoral está completa, ni una ley de medios a la altura de un Estado verdadero ha sido puesta en acto. Los partidos que ocupan las instituciones estatales pueden estar seguros de que contarán con la inmensa mayoría de los ciudadanos si continúan esta tarea hace mucho impostergable.
La reforma del Estado está en veremos. Es decir, la creación de un Estado moderno democrático, aspiración de millones de ciudadanos, es una difícil asignatura pendiente. Pero ha asomado una esquinita, con la decisión del Congreso.
La defenestración escalonada de los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE) es un hecho consumado, pero está lleno de riesgos: el principal es la forma en que harán las nuevas designaciones. Si repiten el jueguito de ver al IFE como una parcela de poder a distribuirse entre los partidos, todo lo hecho se irá al caño. Ya una vez los partidos hicieron bien su tarea, con la designación del primer grupo del nuevo IFE. Tenemos derecho los ciudadanos a esperar que vuelvan a hacer bien su trabajo.
La reforma fiscal es un parche. Es de celebrarse que el gobierno (Ejecutivo y Legislativo) vaya a contar con mayores recursos que asignar a obras mil que la nación requiere con premura extrema. Es oxígeno de urgencia para un Estado mínimo y famélico. La reforma fiscal continuará como una asignatura pendiente.
En su primer informe de gobierno el presidente Calderón dijo que no era suficiente la estabilidad macroeconómica, que era precisa la intervención estatal para impulsar el desarrollo. Nadie ha recogido esta postura que, es de esperarse, debe alcanzar gran consenso entre los partidos políticos y, por supuesto, entre los ciudadanos. He ahí otra tarea inmensa en qué ponerse de acuerdo: un proyecto de desarrollo sostenible consensuado, en el marco de una globalización que se vuelve brutalmente depredadora si nos quedamos con los brazos cruzados; si el Estado continúa aprisionado e informe, paralizado. Diputados y senadores, federales y locales; ejecutivos federal y estatales, los cinceles para labrar el futuro de la nación esperan ser usados.