Usted está aquí: martes 4 de septiembre de 2007 Opinión La imposibilidad de los acuerdos

Editorial

La imposibilidad de los acuerdos

El exhorto calderonista a la construcción de acuerdos políticos entre su gobierno y la oposición llegó a su clímax el domingo pasado por la mañana cuando, rodeado de incondicionales y en una ceremonia ajena a las disposiciones constitucionales, el titular del Ejecutivo federal dijo que “el tiempo se agota” para lograrlos y afirmó que “el país no puede estar permanentemente en estado de transición y reforma política”.

Queda a los expertos en protocolo la tarea de dilucidar si el encuentro dominical en Palacio Nacional fue oficial, oficioso, extraoficial o privado, pero no hay duda de que se trató de un acto excluyente del que resultaron marginados buena parte de aquellos a quienes se supone destinatarios del exhorto mencionado. Difícilmente el monólogo de la autocomplacencia escenificado anteayer en la sede del Poder Ejecutivo podría, pues, impulsar los acuerdos que sin duda requiere el país.

Por otra parte, resulta arduo imaginar al gobierno calderonista como interlocutor confiable en la construcción de políticas de Estado cuando falta a su palabra empeñada en pactos coyunturales mucho más elementales, como fue el que hizo posible la entrega del primer Informe de gobierno en el salón de plenos del Palacio Legislativo de San Lázaro. Allí, Felipe Calderón excedió los términos pactados de la ceremonia al pronunciar un breve, aunque improcedente llamado al diálogo, y la Presidencia de la República dejó fuera de la transmisión en cadena nacional la intervención previa de Ruth Zavaleta, presidenta de la mesa directiva de la Cámara de Diputados. El secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, negó que se hubiera tratado de un acto de censura y atribuyó la omisión a una “falla técnica”, pero después, en una medida evidente de control de daños, se destituyó al jefe del centro televisivo presidencial, medida que no tendría sentido si en verdad hubiese ocurrido la falla técnica.

Más aún: los consensos entre las fuerzas políticas serán irrealizables en tanto no exista un diagnóstico compartido de la problemática nacional, y es patente que no lo hay: el documento entregado el sábado en San Lázaro y el discurso del día siguiente sugieren que la desigualdad, la miseria, las carencias del sistema de salud, el desempleo, la inseguridad, la corrupción y la impunidad –entre otras graves lacras nacionales– están, gracias a las acciones del actual gobierno, en vías de solución. Un corolario inevitable a semejante visión del país es que los acuerdos políticos no son necesarios y ni siquiera imprescindibles; desde la lógica de la autoexaltación calderonista, para tener un país democrático, equitativo, seguro, justo, respetuoso de la legalidad, soberano y desarrollado, bastaría con seis años de trabajo de la actual administración.

A lo que puede verse, cuando el grupo en el poder llama a lograr acuerdos políticos, lo que en realidad está pidiendo es que el conjunto de la clase política lo reconozca como legítimo y acceda a los designios de privatización del sector energético, a la eliminación de las conquistas laborales contenidas en el artículo 123 constitucional y la Ley Federal del Trabajo, a la aplicación de impuestos adicionales en perjuicio de los más desfavorecidos y culminar el desmantelamiento de los servicios públicos de salud y educación emprendido desde el inicio del ciclo de administraciones neoliberales que todavía se abate sobre el país.

Resulta un tanto insólito que el gobierno calderonista hable de la necesidad de diálogo con todas las fuerzas políticas en momentos en que realiza una restauración –así sea paródica y desprovista de fundamento legal– del viejo ritual presidencialista del primero de septiembre, y evoque la posibilidad de cambiar el país cuando muestra, en los hechos, que su único proyecto de nación consiste en profundizar las políticas antipopulares y excluyentes de sus antecesores. `

Lejos de contribuir a su legitimación, estos dobles mensajes refuerzan la preocupante erosión de la institución presidencial.

 
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