De eso que llaman la normalidad democrática
Los escenarios recurrentes de confrontación en torno a la relación con quien ostenta la titularidad del Ejecutivo parece un tema que sólo atañe a las elites políticas; así lo reflejan la mayoría de los medios, colocando a la ciudadanía en la disyuntiva de criticar o avalar las posturas provenientes, en especial del Poder Legislativo; las calificaciones para los calderonistas del PRIAN son de respeto “ejemplar” a las instituciones, mientras que los del Frente Amplio Progresista (FAP) son “rupturistas”, “violentos”, “atrasados”, es decir, lejanos a “la modernidad”.
En todo ello queda fuera la postura de amplios sectores sociales que frente a las políticas que el poder “formal” está impulsando ven reafirmado su agravio por la violación de la voluntad mayoritaria expresada en las urnas.
Es un hecho: el sexenio actual está marcado por el vicio de origen en la calificación electoral y sus previas maniobras a favor de quien ostenta la Presidencia de la República. Sin embargo, en el breve lapso de un año se han acumulado razones fundadas que se suman al rechazo de origen: todas reafirman la convicción sobre el sentido del fraude de julio de 200. Van sólo unas perlas: la impunidad en casos graves de derechos humanos, la protección a gobernadores príistas, como los de Oaxaca y Puebla, la criminalización del movimiento social –los líderes de Atenco sentenciados de por vida–, el aumento en el costo de la vida en alimentos básicos como la tortilla, entre otros; la nueva Ley del ISSSTE, impulsada desde Los Pinos y aprobada por la dupla PRI-PAN; las cifras alarmantes de desempleo, la agenda fiscal, las amenazas de privatización en el campo energético, los acuerdos en materia de seguridad hemisférica, la estrategia de combate al narcotráfico, que ha servido para activar la presencia del Ejército a lo largo y ancho del país sin que se vean resultados de fondo.
Ciertamente hay acontecimientos que contribuyen a otorgar apariencia de “normalidad” sin adjetivos al actual gobierno federal, cuya maquinaria funciona, bien o mal, pero independientemente de quién esté al mando y cómo haya obtenido “el poder”. Uno de los espacios ciegos a la ilegitimidad originaria de Felipe Calderón es el ámbito de las relaciones internacionales; los organismos multilaterales de todo tipo, los gobiernos, incluso de signo democrático y centro izquierda, tienen intereses fundamentalmente económicos y éstos son prioritarios frente a la buena o mala cara del gobernante de otro país. Así tenemos presente el espacio de reconocimiento otorgado por las recientes visitas de los mandatarios de España, Argentina, Brasil y la mandataria de Chile, o la participación en cumbres presidenciales de todo tipo. Destaca el virtual restablecimiento de vínculos diplomáticos con Venezuela.
Sin embargo, más allá de las noticias protocolarias, no se conoce con suficiencia a qué vinieron esos jefes de Estado y qué acuerdos se llevaron de regreso a sus naciones; tampoco hay transparencia sobre las negociaciones del Acuerdo para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, que compromete gravemente la soberanía nacional, ni las relativas al clon del Plan Colombia, conocido como Plan México. Todo ello se traduce en injerencias inaceptables, de las cuales, por supuesto, no se informa.
No debemos perder de vista que se están presentando situaciones delicadas: el desalojo de comunidades en Montes Azules, en Chiapas; el robo intimidatorio en el domicilio de la columnista de este diario Gloria Muñoz Ramírez; las detenciones a integrantes de la policía comunitaria en Guerrero, el incremento de la presión militar en las comunidades donde ésta opera, y ni qué decir de la continuidad del silencio en torno a las desapariciones de dos de sus líderes, denunciada por el Ejército Popular Revolucionario, que evocan los peores momentos de la guerra sucia en nuestro país.
Frente a estos escenarios prevalecen en los medios y en el interés de los columnistas los escarceos y jaloneos partidistas en torno a temas como la mal llamada reforma del Estado –léase electoral–, el ingreso o no de Felipe Calderón al recinto legislativo para informar no sobre el estado que guarda la administración pública, sino lo que a él le parezca adecuado en su búsqueda de “legitimidad”, e inclusive se ocupa el espacio para discurrir sobre quién y dónde se da el Grito de Independencia, franca ironía en tiempos de ataduras y sometimientos neoliberales.
Así que el FAP, y especialmente el Partido de la Revolución Democrática, habrán de reconocer la implicación que tendría anteponer el qué dirán de ciertos medios a su compromiso con los intereses mayoritarios. De hacerlo así, marcarían su distancia con la dinámica de los movimientos sociales y profundizarían la falta de credibilidad en los partidos llamados “de izquierda”. Más allá de lo simbólico, favorecer la “normalidad democrática” del calderonismo sería otorgarle un certificado de impunidad.