Así que Usted comprenderá
Ampliar la imagen Cuadro barroco de Orfeo y Eurídice que aparece en la portada del libro Foto: Ali Meyer/ CORBIS
No, no he salido, señor Presidente, ya ve que estoy aquí. Le agradezco una vez más el permiso especial, de veras excepcional, me doy cuenta, no se vaya a creer que no le estoy agradecida; él también se emocionó a más no poder, nunca hubiera creído que obtendría, cuando la solicitó, la autorización para entrar en la Casa, para venir a por mí. Claro, él temía no habérselo agradecido lo suficiente, hasta el punto de que alguien –no vi bien de quién se trataba, con esa luz tan mortecina; aquí dentro se ve poco, las sombras se escabullen antes de que se las pueda mirar a la cara, sin contar con que todos se parecen, nos parecemos, es lógico, en una Casa como ésta–, alguien creyó que él, en el último momento, quiso volverse atrás para agradecerle a Usted una vez más su concesión y que fue por eso por lo que… Si luego las cosas fueron como fueron, la culpa no es de nadie –es decir es culpa mía, de todas formas qué importancia tiene quién o qué es lo que hace uno aquí dentro. Al menos eso es lo que piensan los que están ahí afuera, para los que no contamos ya lo que se dice nada.
Para él sí que contaba yo y sigo contando, vaya si sigo contando, si se ha tomado la molestia de venir hasta aquí abajo y no se ha rendido, como los demás, ante el severo reglamento de la Casa de Reposo que prohíbe a sus huéspedes –en su interés, en el nuestro– recibir visitas y arriesgarse a perder la paz y la tranquilidad, así que figurémonos el poder salir, ya se entiende, faltaría más, verse luego en ese maremágnum, en ese caos de trafico y de gente maleducada o aún peor, por no hablar de las inclemencias del tiempo, de las que aquí por lo menos estamos al abrigo. Pero él me quiere de verdad, está tan enamorado como el primer día; le dio una chifladura tan grande que no podía pasarse sin mí, desde que mi salud, que empeoró de repente, obligó a que internaran en la Casa de Reposo –estupenda, cómoda y bien equipada, nada que objetar– y lloraba y chillaba y se abandonaba, la barba crecida y sin cambiarse siquiera de muda. No había amigo que encontrara al que no le diera la paliza con su desgracia y su soledad; no le bastaba saberme cerca y bien atendida, mejor ahí que en casa o en el hospital, decía, de eso no cabe duda, pero que hago yo solo, doy vueltas por las habitaciones vacías como si fueran las de otro, las de un extraño, si abro un cajón es siempre el cajón equivocado, me recaliento el café del día anterior, que echa para atrás, y la cama, la cama vacía… En su lado veo aún la leve comba de su cuerpo, se exaltaba; es imposible, ya sé que es imposible, quién sabe la de veces que se han cambiado las sabanas desde aquella vez, pero está allí, sí, allí, repetía, ese hueco ligero junto a mí, conmigo, su ausencia a mi lado, compañera de mi vida, ni siquiera los libros consigo encontrar ya, era ella la que los ponía en orden, no, no podéis entender…
Al cabo de poco hasta los animales se lo quitaban de encima, aquella inagotable melancolía fastidiaba a la gente, igual que todos aquellos signos de arrepentimiento, aquel acusarse de quién sabía qué culpas… Es natural, decían, todos hacemos lo mismo, cuando se está mal no se puede hacer otra cosa, las Casas de Reposo están ahí para eso, para nuestros seres queridos, para su bien cuando están mal, porque cuando están mal –y sólo Dios sabe lo mal que estaba, con aquella maldita infección, ni que me hubiera picado una serpiente venenosa, fuego y hielo y un desvanecimiento continuo en todo el cuerpo– nunca sabemos como ayudarles, qué hacer con ellos. Para eso están las Casas de Reposo. Hay que resignarse, es más, estar contentos y en paz con la conciencia, cuando los acompañamos y los dejamos en manos de un personal tan cualificado.
Pero él no, al corazón no se le dan órdenes, decía, el corazón se rompe, y si se le dice que no se rompa se rompe igualmente, como el mío, protestaba, ah, no puedo más, saber que está allí, en aquel ambiente, en esas salas inmensas o en esos cuartos tan pequeños, en esa colmena, ella en medio de todos esos otros, apergaminados como momias, sucios; sé que les limpian enseguida, todo está siempre como es debido, incluso el jardín, pero mientras tanto ella, tan hermosa y tan delicada y soñadora –sí, así es como me ve, es realmente una alhaja de hombre, mi hombre–, con esa cara y esa sonrisa con las que no pueden los años, en medio de todos los demás –ella tal vez hasta puede que se encuentre bien, añadía, no le falta de nada, lo sé, pero yo, yo cómo hago sin ella, bienaventurada ella y mísero de mí, piedad, piedad para el infeliz amante… Si pensáis que exagero, les decía a los amigos, quiere decir que no tenéis corazón ni sentimientos, que no tenéis poesía en el corazón, quién podrá ya comprender mi pena y mi tormento, el sufrimiento, el dolor de un poeta…
Y se ponía a escribir, en esos cuadernos que conozco tan bien; escribía mi nombre y luego alguna otra cosa más y de nuevo mi nombre y todavía alguna otra cosa, pero luego arrancaba la hoja y la tiraba, porque comprendía que no se le ocurría nada que decir. De esas cosas entiende lo suyo, lo lleva en la sangre, se da cuenta enseguida si le salen trivialidades –él siempre se lo ha perdonado todo, con las mujeres además se permitía enredar todo lo que le parecía y pretendía incluso que le comprendieran y le compadecieran, tan sensible y vulnerable como era…–, pero con las palabras no, con las palabras no se perdonaba nada, sentía enseguida cuando algo no iba bien y no intentaba dar gato por liebre.
En el fondo, sólo cuando estábamos juntos se sentía tranquilo, seguro –incluso de lo que escribía, después de leérmelo y haber visto en mis ojos, es más, decía, en tu boca, cuando los labios antes un poco enfurruñados se abrían levemente, casi en una sonrisa, no, aún no, pero… Yo sus palabras se las podaba, claro –él, con lo excesivo y desmesurado y magnánimo que siempre ha sido, se prodigaba en palabras a manos llenas y yo se las mondaba, tiraba la corteza, la raspa e incluso bastante pulpa, cuando hacía falta. El no hubiera sido capaz, ávido e incontinente y compulsivo como era, siempre con un bocado o una copa de más, pero a mí me dejaba que le pusiera a dieta y sabía que si después de haber pasado todo por el cedazo quedaba algo en el plato, era verdaderamente algo bueno. Contigo, decía, junto a ti sé quién soy y no estoy nada mal.
Si lo han mimado con todos esos laureles y esos premios literarios, a mí me lo debe, que le he limpiado sus páginas de la mucha grasa y papilla sentimental que tenían –ah, cuánto lastre ha acabado en la papelera gracias a mí, a lo mejor entre tanto papelajo también se me ha escapado algo bueno, quién sabe, qué le vamos a hacer, paciencia, así aprende. El, de todas formas, no decía ni pío, estaba siempre de acuerdo conmigo, tenía olfato para esas cosas y reconocía mi olfato, y si se daba cuenta de que alguna vez me equivocaba –oh, casi nunca– seguía sin decir ni pío, no se iba a poner a reñir ciertamente por una línea de más o de menos. Yo era su Musa y a una Musa se la obedece, ¿o no es así?