Usted está aquí: domingo 26 de agosto de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

La casa grande

A la edad en que tendríamos todo el derecho a jubilarnos, estamos empezando otra vez”. Amanda escucha siempre ese lamento en boca de su marido. Sabe que seguirá oyéndolo hasta que Ricardo se sienta liberado de tantas responsabilidades. Por lo pronto, lo único que ella puede hacer es mostrarse optimista por encima de su propio desánimo y el dolor de rodillas.

–Aunque no lo creas, me emociona pensar que a estas alturas de nuestra vida estemos comenzando de nuevo.

–Amanda, a nuestra edad no creo que lleguemos muy lejos. ¿O de veras crees que con mi pensión y lo que saquemos con tu taller nos alcanzará para el predial, el agua, la luz, el gas, las reparaciones de la casa que nunca terminan? Cuando no se descompone la bomba del agua, se cuartea una pared. Y todo eso hay que pagarlo, aparte del teléfono. Este mes el recibo llegará altísimo. Llamaste a Puebla, Cancún, Veracruz y Monterrey…. ¡Carajo! Ni que fueras la Secretaría de Turismo.

Desde que hizo las llamadas, Amanda supo que tendría problemas con su marido y se alistó para enfrentarlos:

–Con esto de los huracanes quería saber cómo están mis hijos.

–Debiste esperar a que ellos te llamaran. Ninguno nos da un centavo y ahora resulta que pagamos para recordarles que somos sus padres… También hablaste a San Diego y hasta allá no alcanzó el huracán.

–Le hablé a Adrián para ver cómo estaban él y Margie. Y también para decirle que voy a empacar las cosas que nos dejó, porque necesito su cuarto: da a la calle y es ideal para mi taller.

–¿Qué opinó de que otra vez vayas a meterte en eso?

–Nada. Sólo me dijo que le echara muchas ganas y que ojalá me vaya bien.

–Y de mandarnos algo de dinero, ¿qué? –Ricardo ve que su esposa inclina la cabeza–. Ya me imagino: ni media palabra. No me extraña, todos son iguales.

–Tienen su vida, sus familias, sus compromisos…

–¿Los míos no te interesan? Por darte gusto, cuando me decías: “Los niños necesitan su propio espacio”, ahí iba el estúpido de tu marido a pedir préstamos, horas extras, favores, todo con tal de hacerles sus recámaras a tus hijos. ¿Y de qué sirvió? Crecieron, se largaron, y tú y yo nos quedamos en este armatoste vacío que me cuesta una fortuna sostener.

–No seas tan negativo; tenemos un techo seguro.

–Ni tanto. Si me retraso en las mensualidades de la hipoteca nos lo quitan y entonces ¿qué?

–Pues nos vamos a un departamentito.

–Sin el aval de una propiedad tendríamos que entregar un depósito de tres meses para que nos lo rentaran. ¿De dónde vamos a sacarlo? Además, ¿has visto de qué tamaño son ahora los departamentos? En ninguno cabríamos con todas las cosas que tenemos.

–La mayor parte es de los muchachos.

–¿Y para qué las guardaste? Ah sí, ya lo sé: por si alguna vez las necesitan o querían heredárselas a sus hijos. A mis nietos, metidos en la computadora y en la Internet, ¿crees que puedan interesarles una bicicleta vieja, un triciclo, un teatrito de madera?

–Déjate de cosas. Si lo que quieres es decirme que por mi culpa tenemos esta casa tan grande, pues dilo ¡y ya! –Amanda acaricia su máquina de coser–. Después de todo yo también invertí en construir estos cuartos el poquito dinero que gané. Y no me arrepiento, gracias a eso mis hijos tuvieron sus espacios. ¿Crees que lo hayan apreciado?

–Como que ya es un poco tarde para que me lo preguntes, ¿no te parece? Ahora lo importante es que me digas cómo podremos seguir manteniendo la casa.

–Espérate a ver cómo me va con el taller. Si no funciona podríamos alquilar los cuartos.

–¿A quién? ¿A “señoritas” o a “caballeros respetables? Ya no se puede confiar en nadie. Imagínate que le rentas a un fulano y por quitarnos la casa nos da de puñaladas.

–Me asustas con tus exageraciones.

–Te aseguro que no es nada en comparación con lo que leo en los periódicos.

–¡Ya cállate! –el grito de Amanda desconcierta a Ricardo–. En lo único que piensas es en el dinero.

–Yo no, el banco, Hacienda, la Compañía de Luz. Por cierto, anoche dejaste prendido el foco de la cocina. Procura tener más cuidado.

–¿Querías que anduviera a oscuras?

–No, pero que cuando salgas apagues la luz. Eso es todo. Y no te lo digo sólo por el gasto, sino por el calentamiento de la Tierra. ¿De qué te ríes?

–De que ahora me vas a salir con que voy a causar un desastre ecológico, porque dejé encendido un foco “ahorra energía” de 40 vatios.

–Porque mucha gente ha pensado lo mismo que tú estamos al borde del desastre, y en menos de que te lo imaginas ¡adiós!

–Entonces, no vale la pena preocuparse tanto.

–Búrlate todo lo que quieras, un día me darás la razón.

–Pero antes, ¿por qué no vas a la tienda de Chicho a ver si nos regala unas cajas de cartón? Hoy mismo quiero empacar las cosas de Adrián.

–Ya que estás tan ejecutiva, ¿por qué no pones una venta de garaje?

–¿Cómo se te ocurre? Pienso llevarlo todo a la parroquia. Allí va mucha gente pobre y puede que alguna de las cosas les sirva –ve a Ricardo encaminarse hacia la puerta y decide ejercer una pequeña venganza–. No dejes las llaves pegadas como la otra tarde. Si no ha sido porque me las entregó la vecina, a estas horas quién sabe qué nos habría sucedido.

II

A solas, Amanda ya no necesita disimular sus preocupaciones. Tal vez se equivocó insistiéndole a Ricardo en que compraran un terreno para construir una casa y agrandarla conforme la familia creciera. Actuó de buena fe: quiso evitar que sus hijos pasaran su infancia como ella, hacinados en dos cuartos, sin espacios para moverse, jugar, esconder sus pequeños secretos. Cuando algún pariente los visitaba se sentía muy orgullosa de una casa que iba aumentando en la medida de sus necesidades.

A cambio de esa enorme satisfacción, ella y Ricardo habían hipotecado los mejores 30 años de su vida para cubrir sus deudas “en cómodas mensualidades”. El sueño de vivir un poco más desahogados se diluyó ante una nueva exigencia: contribuir a que sus hijos se instalaran en sus nuevas vidas.

Orgullosos, tristes en secreto, Amanda y Ricardo aceptaron la partida de sus hijos, que siempre dejaban atrás objetos, prendas y la promesa de volver muy pronto a recogerlas. Durante mucho tiempo las habitaciones estuvieron llenas de ropa y accesorios inútiles; luego todo se donó a hospicios y asilos, excepto las pertenencias de Adrián.

El vacío de las habitaciones duplicaba los pasos de Amanda con el eco de todas las ausencias. Para sofocarlo se repitió la enseñanza de sus padres: “Es la ley de la vida”. Cuando flaqueaba le sugería a su marido que cambiaran la decoración o el mobiliario. La respuesta de Ricardo siempre era la misma: “Solos, ¿para qué queremos más cosas? Mejor deberíamos deshacernos de lo que tenemos”.

Más que por la urgencia de ganar dinero, Amanda pensó en establecer su tallercito para disminuir el vacío dejado por sus hijos. Son buenos muchachos, si no nos visitan más es por falta de dinero, de tiempo, pero nunca de amor. De eso está segura Amanda, aunque sólo Margarita se lo diga las raras veces que le habla por teléfono.

“¡Ya vine!” El grito de Ricardo y el rumor de la cadena con que asegura la reja la devuelven a la realidad.

–¿Conseguiste las cajas?

–Dos nada más. Chicho me dará otras en cuanto las desocupe. De paso le conté que vas a montar un taller de costura para que se lo diga a las vecinas.

–Hiciste lo mismo cuando llegamos a vivir aquí, hace más de 30 años. ¿Te acuerdas?

–Sólo que entonces éramos jóvenes y tener una casa grande nos ilusionaba. Ahora, por lo menos a mí, me aterroriza. ¿Con qué vamos a sostenerla? Y además, para qué si estamos solos.

 
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