Editorial
Arellano: mensaje y atropello
La deportación expedita de territorio estadunidense de la activista social mexicana Elvira Arellano, en la que las autoridades del país vecino violaron de manera flagrante la Convención de Viena –que establece el derecho de todo extranjero imputado a recibir protección consular–, exhibe el verdadero rostro de la barbarie que se abate sobre millones de mexicanos y otros latinoamericanos anónimos que viven y trabajan en Estados Unidos sin documentos migratorios.
Arellano es, desde hace años, una luchadora emblemática por una reforma migratoria que permita a esos millones de extranjeros tener un estatuto legal definido y desarrollar su vida con un mínimo de certeza y seguridad, como lo merecen por el invaluable aporte que realizan a la economía y a la cultura estadunidenses.
La situación familiar de esta michoacana es también representativa de la pesadilla a la que son sometidos los trabajadores migrantes por una legislación inhumana: la amenaza de la separación entre cónyuges o entre padres e hijos cuando uno de ellos es expulsado del país. En el caso de Arellano, la pesadilla se ha hecho realidad porque la activista tiene un hijo de ocho años, de nacionalidad estadunidense, que se ha quedado, por el momento, al norte de la frontera común, separado de su madre, quien el domingo fue deportada a Tijuana.
Por si faltara alguna agravante, en el documento de la Oficina de Control de Inmigración y Aduanas en que se informó de la medida se caracterizó a Arellano de “extranjera fugitiva y delincuente”, en lo que constituye un acto de criminalización de algo que no es delito, sino a lo sumo una falta administrativa, como lo es carecer de documentos migratorios regulares. En la lógica de la Migra, todo indocumentado es, pues, “un extranjero fugitivo y delincuente”.
Con estos antecedentes, resulta inevitable ver en este atropello un mensaje de meridiana claridad dirigido por el gobierno de George W. Bush a las autoridades y a la sociedad de nuestro país: las oficinas migratorias de la nación vecina actuarán, cuando lo deseen, con la máxima saña posible contra los indocumentados que residen en territorio estadunidense, sin parar mientes en trayectorias personales, sin considerar circunstancias personales que añaden a las deportaciones el castigo inusual y crudelísimo de la separación familiar, y sin observar el menor respeto a la legislación internacional, que consagra el derecho de la asistencia consular a los extranjeros acusados de algún delito.
La determinación indica, además, que las expresiones de la Casa Blanca en favor de una reforma migratoria son mera demagogia para consumo de los siempre obsecuentes gobernantes mexicanos, y que en los hechos la política antimigratoria de Estados Unidos seguirá siendo tan bárbara y violatoria de los derechos humanos como siempre.
Para mayor agravio y vergüenza del gobierno mexicano, el atropello antecedió por un par de días el encuentro de Felipe Calderón con Bush en Canadá, y coincidió con la sumisa aceptación de un programa antinarcóticos que podría implicar graves cesiones en materia de soberanía y que despierta alarma por sus similitudes con el Plan Colombia, el cual ha sido el marco para un intervencionismo militar y policial en gran escala de Washington en ese país sudamericano, que lo ha sumido en algo muy semejante a una guerra y que, por lo demás, no ha servido de gran cosa para frenar la producción y el trasiego de drogas ilícitas.
La respuesta de la cancillería mexicana a la atrocidad sufrida por Arellano ha sido, hasta ahora, de tibieza y pusilanimidad exasperantes: se limitó a enviar una nota diplomática en la que “expresa su profunda preocupación” y pide “una explicación” sobre la manera en que se llevó a cabo la detención de la migrante.
Atropellos como el referido seguirán ocurriendo en tanto las autoridades mexicanas sigan renuentes a garantizar la protección de los ciudadanos mexicanos en el extranjero, lo cual no es una tarea optativa y discrecional, sino una clara obligación constitucional.