Eje Central
Caminos de ayer
Los números son implacables. Las cifras a la vista le demuestran a Julio que contratar el servicio de transporte implicará un sacrificio mucho mayor del que pueden hacer, sobre todo ahora que a él le han quitado el tiempo extra y a Erika, su esposa, le negaron el aumento de sueldo.
Arroja el bolígrafo y aparta los papeles llenos de números y anotaciones. Mira el reloj: Erika y Dionisio se tardan demasiado. Luego piensa que en vísperas de que empiecen las clases, los comercios siempre están repletos, las calles se congestionan y el tránsito se paraliza.
Sigue intranquilo. Para ahuyentar la sensación, recuerda las medidas de seguridad que le repitió a Erika antes de que saliera rumbo al Centro para comprarle a su hijo la ropa y los útiles que le faltan: "Por ningún motivo sueltes al niño de la mano; ten cuidado al pagar; si tienes que ir al cajero, fíjate en que nadie te haya seguido; no tomes un taxi de la calle, y si Dionisio necesita ir al baño, lo esperas en la puerta".
A su hijo también le dio instrucciones precisas: "No permitas que te tomen fotos con los celulares; si alguien te hace plática, no le contestes, y si te ofrecen un dulce, no lo tomes". Dionisio escucha con expresión de fastidio las recomendaciones de su padre. "Pobres niños", murmura Julio pensando en que su hijo pertenece a la generación crecida en medio de la violencia y el miedo, sin posibilidad de jugar en la calle ni de ir a un parque.
Oye el motor de un coche y corre a la ventana con la ilusión de que Erika y Dionisio estén bajando de un taxi. Al ver que no son ellos su sonrisa desaparece y vuelve a inquietarse por la tardanza. En cuanto su mujer llegue le reclamará que no le haya hablado por teléfono para decirle que estaban bien. Imagina la respuesta de Erika: "¿Por qué siempre tienes que pensar lo peor?" Se lo pregunta como si ella no supiera en qué mundo vive y que nada es igual a como era cuando ellos tenían la edad de Dionisio: "Nueve años y ya sabe todo de todo".
II
Su mujer tiene razón: ¿por qué se imagina que les sucedió algo malo y no que entraron en alguna hamburguesería? Cuando Julio era niño y sus padres lo llevaban al Centro a comprarle los útiles, él soportaba el cansancio y las aglomeraciones, porque al final del viacrucis iba a disfrutar de dos posibles paraísos: El Moro o La Blanca.
Antes de que eligieran alguno de esos dos restaurantes, sus padres también le hacía una advertencia: "No pidas lo que no te vayas a comer". Julio recuerda las mesas llenas de familias, el rumor de las conversaciones, los olores dulces y el tintineo de las cucharas de alpaca dando vueltas al café con la leche en vasos altísimos. El final de aquellas meriendas era siempre idéntico: él faltaba a su promesa de comerse cuanto había pedido y su mamá -contra la oposición de su padre- guardaba en servilletas, con disimulo, como si estuviera cometiendo un robo, los churros o los panes sobrantes.
Julio piensa que eso también ha cambiado: en los restaurantes todo el mundo se lleva los restos de lo que no alcanzó a comer. Nadie lo ve mal, pero él sigue teniendo pudores al respecto. No olvida el bochorno que pasó la última vez que invitó a Erika a cenar.
Una mesera guapísima y sonriente les tomó la orden: "Sopita de tortilla, tacos de arrachera y dos cervezas. Por si necesitan algo más, mi nombre es Denisse". Con dolor de su corazón, Julio vio que su mujer no había podido terminar el platillo. Fueron mayores sus sufrimientos cuando el pidió la cuenta y Erika le dijo a la muchacha: "Me pone la carne en un platito, porque me la voy a llevar". El se sintió ridículo y enrojeció. La mesera, sin perder la sonrisa, comentó: "A mi perrito también le encanta la arrachera".
Julio disfrazó su malestar de impaciencia hacia su mujer: "Ahora, con el pretexto de envolverte las sobras que pediste, esta santa fulana tardará años en traernos la cuenta. Es tardísimo y ya sabes que me levanto muy temprano". Erika no dijo nada, pero al recibir el plato envuelto en papel metálico, le comentó a Denisse: "A Fido le va a encantar". Julio notó la expresión entre conmovida y burlona de la mesera. Aún se la imagina describiéndoles a sus compañeros la escena que de seguro ya es parte de su amplio anecdotario de trabajo.
Las veces que ha sentido deseo de volver al restaurante para ver a Denisse -sólo para verla- se lo impide el recuerdo de Erika, acongojada y sonriente, diciendo: "A Fido le va a encantar". Se intensifica el deseo de reunirse con su esposa y con su hijo. Le parece increíble que Dionisio haya cumplido 9 años. Tiene que disfrutarlo antes de que llegue a la adolescencia, se rebele y rechace sus cuidados como él lo hizo con su padre. Tenía un nombre muy bonito, Antulio, pero jamás se atrevió a llamarlo así, sólo "papá".
III
Un repentino sentimiento de culpa lo agobia: recuerda el disgusto con que, al salir con su grupo de amigos, veía a su padre parado a las puertas de la secundaria. Qué vergüenza experimentaba al oírlo explicarse a gritos: "Vine por aquí cerca a dejar un pedido, y como ya iba a ser hora de que salieras, decidí esperarte".
Entonces Julio no entendía los esfuerzos de su padre viudo para justificar su ansia de verlo ni que explicara su presencia para evitarle las burlas de sus compañeros de escuela. En aquella época tampoco lo conmovía la emoción con que, rumbo a la casa, Antulio -ahora sí lo llama por su nombre- le hablaba de los años en que era estudiante y recorría el mismo camino, ruta por donde ahora iba junto a él.
Piensa qué hará si alguna vez, impulsado por el ansia de ver a su hijo, decide aparecérsele a la salida de la primaria y Dionisio lo recibe indiferente y hosco. Enseguida descarta la posibilidad: la fábrica está a kilómetros de la escuela a la que asiste Dionisio. Aunque estuviera cerca, él no podría abandonar el trabajo sin que el jefe de personal le impusiera descuentos y castigos. Concluye sus reflexiones en voz alta: "Además, ya no se puede andar en la calle. Por todas partes hay peligro".
El recuerdo del camino a la escuela lo llena de nostalgia. A las siete y media de la mañana salía de su casa sin ningún temor y se encaminaba hacia la calzada envuelta en bruma y bordeada de fresnos altísimos. En el trayecto iba encontrando a sus condiscípulos, amigos de los que solo recuerda el sobrenombre: El Chícharo, El Pollo, El Toby, El Rito, El Canijo. No ha vuelto a verlos. Le gustaría saber dónde viven, cómo les va. Muchos de ellos estarán haciendo cuentas como él y preguntándose de dónde van a sacar el dinero para los gastos de sus hijos ahora que regresan a la escuela.
De ser así, quizá también ellos sientan curiosidad por saber qué fue de él, Julio Martínez Parra, el 21 en la lista, el 4 en el equipo de futbol, el único que no podía leer notas en la clase de música y por eso algunos lo apodaban El Choreco. El mote le parecía un insulto. A base de pleitos callejeros logró que sus amigos lo olvidaran.
En el momento en que se pregunta si Dionisio tendrá un apodo, se abre la puerta. "Julio, ayúdanos. ¿No ves que venimos cargadísimos", le grita Erika. El va a reprocharle su tardanza y que lo haya tenido sin noticias durante horas; pero es tal su felicidad de verlos sanos y salvos que se precipita a abrazarlos. Su euforia desconcierta a los recién llegados: "Chale, Pa', ¿qué te pasa?" Erika se le acerca y lo observa maliciosa: "Te veo raro, ¿qué estuviste haciendo?"
A Julio le gustaría decirles que se pasó buena parte de la tarde recordando sus años de estudiante, a sus amigos, a su padre, pero el temor de parecerles débil o cursi lo obliga a endurecerse: "Cuentas y más cuentas. No salen, pero si quieres que Dionisio se vaya en el camión de la escuela tenemos que sacarlo de su clase de karate: no podemos pagar las dos cosas y punto. Se acabó la discusión". "Pero si ya lo sacamos de su curso de inglés". La protesta de Erika lo irrita: "Ya lo sé, no tienes que repetírmelo. ¿Crees que lo hice por gusto? Pues entonces cállate".
Dionisio huye a su cuarto, da un portazo y enseguida se escucha el rumor de la televisión. "¿Por qué se fue?" Erika saca los paquetes de las bolsas: "Lo asustate con tu escandalera "¡Llámalo¡" "No, mejor espérate a que él solito venga".
Julio se abandona en una silla. Piensa en cuántos años tendrán que transcurrir para que su hijo comprenda que con sus gritos trataba de sofocar la desesperación de saberse cada año más pobre.