La obra se estrenó este miércoles en el Auditorio Nacional; podrá verse hoy y mañana
Turandot, monumental montaje operístico, de regular a bueno
Destacan las participaciones del tenor mexicano José Luis Duval y de la soprano argentina Paula Almerares
La disposición del escenario presentó complicaciones para el público
Ampliar la imagen La soprano estadunidense Cynthia Makris, durante uno de los ensayos de Turandot Foto: José Carlo González
La noche del miércoles se estrenó en México una superproducción operística, Turandot, concebida para un local diferente al original, el Luna Park bonaerense, al que se tuvo que adaptar la monumentalidad del montaje, el Auditorio Nacional de México, con resultados disparejos: la cantante protagónica, la soprano estadunidense Cynthia Makris, quedó relegada a un tercer plano debido al mejor desempeño que tuvieron quienes cantaron los papeles secundarios, especialmente la soprano argentina Paula Almerares y el tenor guanajuatense José Luis Duval. La primera representación mexicana ocurrió llena de tropiezos y el saldo final fue semejante a una ópera de manufactura mexicana de regular a buena, sin mayor trascendencia que la espectacularidad y la vistosidad. La calidad de interpretación musical, en tanto, no alcanzó los niveles de brillantez esperados.
El opus póstumo de Giacomo Puccini (1858-1924), ópera inconclusa que terminó Franco Alfano, es una de las delicias mayores del repertorio operístico que linda entre los territorios de lo manido y lo exquisito. Desde que se estrenó con formato monumental en 1998 en China, donde había sido prohibida, en la Ciudad Prohibida con la dirección de Zubin Mehta (la grabación, en el sello RCA, fue reseñada en su momento en la columna Disquero de La Jornada) se convirtió en una posibilidad de producciones macro como la que se presenta ahora en el Auditorio Nacional en cuatro funciones, las últimas dos de las cuales sucederán esta noche y la de mañana.
Fastuo escenográfico
La superproducción consiste en una puesta en escena monumental que recurre a lo grandote más que a lo grandioso. Es decir, los recursos escenográficos están por encima de los alcances musicales. Estructurada sobre una rampa inclinada, perpendicular al público de México, la versión así adaptada resultó impráctica dada la disposición del escenario del Auditorio Nacional, a la italiana, mientras que el original, el del Luna Park, es circular, de manera que los desplazamientos de los cantantes y los coros resultaron disparatados, casi caóticos y el punto de fuga para el espectador por momentos era un disparate.
El resto está armado con base en el volumen de cuatro guerreros de terracota gigantes que viajaron junto al resto del tonelaje, así como la transportación del personal musical, tanto las masas canoras como la orquesta, ésta ciertamente de una calidad sonora de excelencia.
La estrella de la noche, Cynthia Makris, cumplió parcialmente con su cometido: un volumen asombroso, potencia y recursos admirables, pero que se fueron consumiendo junto con la interpretación general después de la segunda mitad del último acto. La partitura pide una soprano dramática con capacidades de bravura y habilidades de riesgo y encanto que desplegó en un momento la estadunidense, pero que se esfumaron para dar paso a la superioridad de la soprano argentina Paula Almerares, con gran belleza ella de línea de voz, redondez melódica y posibilidades de fraseo acordes con el personaje.
El otro cantante sobresaliente fue el mexicano Duval, quien mantuvo corrección, verosimilitud y coherencia que no obstante devinieron en pasmo y exceso de precauciones, al punto que la esperada aria Nessun dorma se quedó en el umbral. El resto del elenco cumplió, simplemente cumplió, con corrección sus partes.
La grandiosa música de Puccini rompe sus propios límites de inspiración y originalidad, sin perder el foco hacia una recuperación de los valores tradicionales del género operístico, incurriendo, empero, en situaciones de peculiar complejidad, de notables énfasis, efusiones melódicas características del estilo pucciniano, pero siempre con un paso más allá que lo conducen a descubrimientos musicales sumamente emocionantes, como una atonalidad estupefaciente y una omnipresencia de contrastes que imprimen todo el tiempo una belleza musical olímpica.
Todo esto se planteó en el foso de la orquesta y en la escena no sin tropiezos. En primer lugar, la demostración endémica de que la falta de imaginación, pericia y recursos de los directores de escena latinoamericanos para manejar las masas corales parecen un mal local. También el uso de los micrófonos que ofrecen, a pesar del trabajo impecable del especialista Humberto Terán, situaciones sorpresivas de las que no están exentas los bocinazos y los cambios de volumen en cuanto los cantantes se ubican cerca o lejos de los micrófonos dispuestos en fila en el filo del proscenio y estratégicamente hacia la escena.
A los muchos accidentes escénicos en la hora del estreno habría que añadir el detalle curioso de que en el programa de mano se hizo un cambio más en el gabinete de cultura calderoniano: horas después de que Ignacio Padilla renunciara a la megabiblioteca, en el programa de pierna respectivo se cambió el nombre de Teresa Franco por el de Ricardo Calderón como "Directora General del Instituto Nacional de Bellas Artes".
Resulta interesante proponer por último una reflexión al público consumidor respecto de esta superproducción. El primer elemento evidente es que el Estado mexicano se desentiende cada día con mayor descaro de sus obligaciones sociales y deja en manos de la iniciativa privada el futuro de la producción de las industrias culturales.
Colaboraciones particulares
En el caso de la ópera Turandot se trata de una colaboración entre el Teatro Colón de Buenos Aires y el gobierno mexicano, por medio del Instituto Nacional de Bellas Artes, que dejó en manos de Ocesa esta producción. Como si se tratase de una confesión de parte: el gobierno no tiene dinero y regala en pedazos el país a los que sí tienen dinero para que hagan negocios redondos con todas las facilidades posibles. La asistencia, sin llegar a ser el lleno que se esperaba, respondió a la profusión difusiva en manos de empresas de lucro y con todos los recursos financieros a la mano, los que el Estado se niega a aportar en las áreas a su supuesta responsabilidad para que la gente se entere de qué conciertos se realizan y cuando no asiste el público, al que no se le ha dotado de educación artística y consumo cultural adecuado, se echa la culpa, en señal de soberbia e ignorancia, a los encargados de difusión, en una falacia escandalosa.
Un elemento de prueba para este acerto es el alto contraste de los precios exagerados de los boletos para Turandot, que van de 300 a mil 600 pesos, en un aforo de unas 6 mil butacas en tres funciones, lo cual redunda en redondo bisne, más que un acto cultural, mientras que para la siguiente coproducción entre Bellas Artes y el Teatro Colón, Diálogos de carmelitas que se presentará en el hasta ahora máximo recinto cultural del país, los boletos costarán de 90 a 650 pesos.
Mientras, la gente asiste a un espectáculo más en el Auditorio Nacional, un acto supuestamente prestigiante, mientras el gobierno insiste en que no tiene dinero y que no es su obligación formar públicos, y no cumple su trabajo de educar para las artes, no para el mundo del dinero y el relumbrón.