Usted está aquí: martes 14 de agosto de 2007 Opinión La soledad habitada

Vilma Fuentes

La soledad habitada

La soledad es, sin duda, uno de los temas, junto con el amor, más explotados –para bien o para mal. Del irónico plural de Lope: “ mis soledades voy/ de mis soledades vengo/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos” al grito catastrófico de Gorostiza ante la agonía de las estrellas o la impotencia humana: “¡Oh! inteligencia, soledad en llamas/ que todo lo concibe sin crearlo”, las horas, los años y los siglos han pasado o, tal vez, sólo parecieron pasar: ¿halló el solitario, en esos vagos confines, el vacío tan buscado y tan huido? No lo creo. Una vez que el ser es, la nada no puede exisitir –y su vacío tampoco. La soledad se halla, siempre, acompañada. Miedo o deseo, ansia o hastío, le sirven de séquito, abren sus puertas, no la dejan nunca a solas. La soledad absoluta no puede ser, entonces, sino como infierno, es decir, no puede existir más que en una vida ulterior, acaso más simple, austera, descarnada. El cuerpo, su carne, complican las cosas. Los ausentes se multiplican demasiado, en esta vida, poblando con su presencia sin fin el absoluto vacío necesario a una errancia solitaria.

Quizá el escrito más enigmático sobre la soledad es el relato de Charles Baudelaire a propósito de un hombre que yerra, día y noche, tras el gentío para no dejarse atrapar por la vaciedad que lo asola. Nadie ha descrito en forma tan invisible y presente el miedo.

–¿Miedo a la soledad? –repite el actor Michel Serrault como un eco la frase del periodista de televisión que lo interroga.

Pregunta y respuesta que tuvieron lugar hace ya un lustro, pero que ahora, ante la muerte de un comediante, Michel Serrault –cierto, menos famoso que Bergman o Antonioni, pero quien nos hizo reír y no sólo llorar–, adquieren el letárgico y ligero espesor de la ausencia. Gracias a su fallecimiento, lo digo sin ironía, los supervivientes hemos tenido la suerte de ver, o volver a ver, algunas de sus películas, entrevistas, escenas de teatro, transmitidas por la televisión. De redescubrir al actor primigenio, ése que germina del payaso, semilla sin la cual el teatro no puede existir. “Queríamos ante todo divertir”, dice Michel Serrault al evocar la escenificación teatral de La cage aux folles, cuyo filme daría la vuelta al mundo. Divertir, distraer, diversificar: el payaso desata risas y lágrimas... tan artificiales y efímeras, tan auténticas y perdurables, como las que no escurren por las mejillas de Arlequín, fijas como las estrellas, cuyo movimiento nos es imperceptible, en la bóveda celeste.

Aparte la exaltación de Federico Fellini, no me ha tocado ver una emoción, casi una beatitud, tan contenida y tan explícita al mismo tiempo como la de Serrault cuando ve aparecer en escena un payaso. No me cabe duda: para representar a Lady Macbeth con toda la fuerza de la tragedia hay que haber sido un artista de circo. Quizá porque sólo este personaje se toma tan en serio... que cree en él mismo. Los demás son falsos payasos y falsos actores: no hacen reír, ni llorar. Acaso esa seriedad es el secreto de un verdadero actor capaz de provocar una risa irresistible, irracional.

Jean-Paul Belmondo relata cómo su madre rió hasta las lágrimas cuando la llevó al teatro a ver La cage aux folles. Tuvo que llevarla otra vez. Sin celos, admirativo, también muriéndose de risa.

“¿Miedo a la soledad?”, repite meditativo Serrault. La respuesta salta, emerge como las gotas de un géiser, suave pero imparable.

–Mi soledad está siempre habitada por alguna cosa.

La voz del actor se apaga cuando pronuncia “alguna cosa”.

–Soy creyente –dice en voz queda, casi pidiendo excusas por esta fe fuera de moda.

–Mi soledad está habitada por Dios –concluye con un suspiro de alivio.

No sé si Serrault conocía la descripción sucinta y percutante del infierno escrita en una bula papal: “El infierno es la ausencia de Dios”.

Cómico hasta la hilaridad, parodiando el personaje de Dietrich de El ángel azul, en La cage aux folles; sombrío en el papel de un asesino en serie, en El sombrerero, de Georges Simenon; o en el de El avaro, de Molière: Serrault supo actuar la variada gama de papeles que se ofrece a un actor auténtico.

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