Usted está aquí: domingo 12 de agosto de 2007 Política Nuestro déficit institucional

Arnaldo Córdova

Nuestro déficit institucional

Nuestra joven democracia mexicana parece haber funcionado con lo que podría llamarse, dicho sin ánimos de despertar enconos, una cierta normalidad y con alguna eficiencia, si bien todos la quisiéramos perfecta y funcional. Ella nos ha dado lo que la reforma política prometió: elecciones efectivas, que el voto cuente de verdad, una ciudadanía que cada vez sabe participar mejor en la política y que está aprendiendo a decidir el curso de la misma; unas instituciones electorales que hemos visto que pueden funcionar bien, una cultura política que antes no teníamos, y un debate público de los problemas políticos cada vez más abierto, un sistema de partidos que funciona tan bien (o tan mal) como en todas partes del mundo; poderes políticos mucho más representativos, una valoración pública del consenso popular para hacer gobierno, lo que nunca se había visto en México, una alternancia en el poder, y muchas cosas más que sería dilatado enumerar.

Pero por hoy no quiero ocuparme de la democracia ni ponderar la esencia y el valor de la misma (como acuñó para el título de un ensayo esclarecedor Hans Kelsen). Las recientes elecciones en nuestro país, incluida la presidencial de 2006, nos muestran algo que es de verdad muy grave: no es que nuestra joven democracia esté en pañales; ella se ha desarrollado bien, aunque muy lentamente, y nos ha dado resultados que hace 30 años ni siquiera podíamos soñar. Lo que nunca ha estado bien es el entramado institucional que hemos creado para hacerla funcionar. Todo lo hemos hecho mal o de modo incompleto.

Nunca me ha convencido la justificación de que esto es así por nuestra novatez, por nuestra inexperiencia. Tenemos al mundo entero a nuestro alcance para estudiar, aprender y decidir lo que podemos hacer por nosotros. El problema es que las reformas políticas no se hacen en gabinetes de intelectuales y expertos, sino mediante acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas. Esa es la razón de que nuestra institucionalidad electoral sea tan imperfecta y tan deficiente. Pudimos haber recurrido a la experiencia de otros para controlar el influjo corruptor del dinero en las campañas electorales o establecer candados para cerrar el paso a los abusos del poder y del dinero. Las fuerzas políticas que decidieron nuestra reforma no se pusieron de acuerdo en esto. Nuestra legislación electoral está llena de agujeros y de lagunas que no permiten a ningún órgano electoral decidir sobre lo que se debe hacer en una situación de contingencia (y en los procesos electorales todo es contingente).

Lo que hemos visto en las elecciones del pasado año es exactamente lo que nos merecemos y no hay justificación alguna al respecto. Pudimos haber previsto lo que iba a suceder y no lo hicimos. Pudimos perfeccionar nuestra legislación electoral y los institutos básicos de organización, arbitraje y justicia electoral y todo lo dejamos como en la anterior etapa, en la que funcionaron muy bien hasta las elecciones de 2000. Tampoco lo hicimos. Siempre dijimos que una reforma electoral de verdad necesitaba de cuantiosos recursos para evitar la corrupción y el tráfico de influencias. Nos decidimos por un sistema electoral costoso y dispendioso, de lo que ya eran una muestra los sueldos escandalosos que decidimos dar a los consejeros y a los magistrados electorales y las cantidades exorbitantes de dinero que se pusieron a disposición de los partidos.

Todo lo justificamos, diciendo que era necesario, sin que nadie nos pudiera explicar por qué lo era. Antes del término de sus funciones, el anterior consejo del IFE entregó un documento al Poder Legislativo, apuntando todas las deficiencias de que adolecía nuestro sistema electoral y una de sus recomendaciones más señaladas fue que cuidáramos de la influencia perniciosa del gran dinero en las elecciones y que se reglamentara cuidadosamente la acción de los medios en las campañas electorales. No hicimos nada al respecto y seguimos adelante.

Después de ver lo impensable en los procesos electorales de 2006 a la fecha, ahora nos preguntamos si la democracia vale de verdad la pena y si se puede hacer algo en esta situación aberrante. Por supuesto, tenemos un medio para superar esta etapa tan aciaga (y nos lo ha dado nuestra enclenque democracia): los acuerdos entre las fuerzas políticas. Sí, pero hay que aclarar algo: siempre se piensa en acuerdos entre las siglas (PAN, PRI, PRD). Eso no va a funcionar ya. Todos deberíamos darnos cuenta de que ahora en México hay sólo dos fuerzas políticas de verdad: la derecha y la izquierda. Tanto la una como la otra deben saber identificarse para poder tratar.

La derecha no sólo está en el PAN y en los sectores empresariales y la Iglesia; también está en el PRI y es dueña absoluta de ese partido y, además, en la forma de mafia corrupta y clientelar, en el PRD. La izquierda tampoco está sólo en el PRD. También está, desde mi punto de vista, en el PRI y algunos partidos pequeños. Y, aunque no se pueda creer, en el PAN sigue habiendo esclarecidos espíritus democráticos. La derecha y la izquierda, después de que se hayan identificado plenamente, deben tratar de frente lo que se puede hacer por nuestro sistema electoral. Nada va a poder transformarse en México si derecha e izquierda no se ponen de acuerdo. Para ello hay que hacer propuestas, que pueden ir a través de las siglas, pero que hay que tratar directamente en la cumbre.

La derecha está ansiosa de tratar y de ponerse de acuerdo con sus adversarios. Se nota a leguas, porque está claro que se siente débil y sin ninguna legitimidad. La izquierda se siente derrotada injustamente, pero no desea tratar. En ambos lados faltan los liderazgos adecuados, negociadores. Ambos bandos andan desperdigados y no encuentran cómo unificarse en su cima. Para la izquierda la responsabilidad es mayor, porque debería saber que, para que le vaya mejor en el futuro y se exponga menos a juegos sucios, hay que cambiar el estado de cosas presente y, para ello, deberá tratar con su oponente. Sola no hará nada. Excepto entregar el campo sin combatir. Eso es exactamente lo que significa tratar de imponer a sus representantes populares que se abstengan de tratar con sus adversarios y con el "espurio". Me gustaría que hubiera mayor alteza de miras, vale decir, otear mejor en el horizonte, pero en ese respecto me parece que ya no quedan muchas esperanzas.

 
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