Usted está aquí: jueves 9 de agosto de 2007 Opinión El hijo del pastor luterano

Sergio Ramírez

El hijo del pastor luterano

Ampliar la imagen Ingmar Bergman durante la filmación de Sonrisas de una noche de verano, en 1955 Ingmar Bergman durante la filmación de Sonrisas de una noche de verano, en 1955 Foto: Ap

Resulta caprichoso afirmar que Ingmar Bergman haya sido el director de cine más grande del siglo XX, y viene a ser éste un asunto de predilecciones personales. A mí me resultaría difícil elegir entre él y Federico Fellini o Akira Kurosawa, para citar sólo a tres de mis preferidos. Pero si están a la cabeza de mi lista, y cualquiera de ellos puede amanecer un día u otro el primero, es por la manera en que fueron capaces de convertir el cine en lo más parecido a la literatura, ese territorio sin medida donde un plano es capaz de llevar a otro, y una imagen disuelta en otra evoca a alguna entrevista en nuestros propios sueños y recuerdos.

Y sobre todo porque fue capaz de convertir su propia vida en la fuente constante de sus películas. No la vida vista como el relato de una biografía compuesta de episodios singulares o llamativos, sino la exposición compleja de sus entresijos más ocultos, empezando por ese territorio de la infancia que es a veces como un país extranjero, según leemos en la novela The Go-Between, de L.P. Harley, y donde campean no pocos terrores.

Terrores fijados por la dura mano del padre armado siempre de los instrumentos de castigo, porque sólo la purga de la culpa es capaz de generar el perdón, según la recta doctrina que aquel pastor luterano ponía en práctica todos los días, y que en el alma del niño que un día será artista creador de infiernos quedará grabada en la carne viva. Pecado, castigo, perdón, confesión, misericordia, son las palabras del catecismo paterno que Bergman nunca olvidó, cuando llegó a ser el artista capaz de meter el puño en sus entrañas para diseccionar su propio terror, fragilidad e indefensión.

Cuando niño, había pagado a su hermano mayor cien soldaditos de plomo por una linterna mágica, el instrumento de sus obsesiones. Asimismo, tituló sus memorias, La linterna mágica. Y el adulto que recuerda como niño y traspone sus recuerdos a la pantalla de cine, se sabe dotado de esa rara cualidad, que es una anormalidad, de separar sin dolor los recuerdos de los sentimientos. Anestesiarse. "Me acuerdo de todo y cada cosa por separado, pero no hay ningún tipo de sentimiento unido a las impresiones sensoriales", dice. "Las cosas que pasaban en mi entorno me resultan como trozos de película deshilvanados, en parte incomprensibles y en parte fastidiosos".

A esta facultad la llama "su propia puesta en escena", y no deja de ser monstruosa, pero imprescindible a su trabajo. "Todo me parecía interesante, pero irreal. Mis sentimientos habitaban en un lugar cerrado y me servía de ellos cuando quería, pero jamás impremeditadamente". El desapego al extremo de contemplarse a sí mismo sobre la mesa de disección, que es el escenario, donde quedan expuestos los afectos, los odios y las pasiones, el cirujano ajeno a sus propios sentimientos. Una deformación profesional que se convierte en un don y en un castigo.

"Vientre nervioso" es la enfermedad de la que se declara víctima en sus memorias, una versión aguda de lo que tradicionalmente se ha llamado el miedo escénico, al punto que en cada teatro donde debió trabajar por temporadas regulares, tenía su propio retrete. "Esos retretes son, probablemente, mi permanente aporte a la historia del teatro", dice.

Eso de ausentarse del drama de su vida para contemplarlo desde fuera lo ponía en lucha consigo mismo por el control incesante y minucioso de sus relaciones con la realidad, con su imaginación, y con sus sueños, porque "si el control deja de funcionar, la maquinaria explota y la identidad se ve en peligro". La antesala del suicidio, al que se sintió más de una vez tentado. Se libró del suicidio por la fuerza de su ansia de vivir, por el mismo miedo a la muerte, que era en él demasiado infantil, y porque su curiosidad era demasiado vasta como para dejarse caer en el abismo oscuro donde ya no vería más nada.

Para mayo de 1968, cuando se repite en Suecia la rebelión estudiantil iniciada en Francia, es echado de la Escuela Nacional de Arte Dramático. ¡Quién lo diría, una rebelión en Suecia! "Cuando yo sostenía que los jóvenes actores tenían que aprender primero la técnica teatral para que su mensaje revolucionario alcanzase al público, los alumnos agitaban el librito rojo de Mao Tse Tung y me silbaban", recuerda. Despreciaba el fanatismo porque había tenido suficiente de ello en su infancia, bajo la férula luterana de su padre.

"El modelo es siempre el mismo", dice entonces, "las ideas se burocratizan y se corrompen. A veces va muy de prisa, a veces tarda cien años. En el 68 fue a una velocidad vertiginosa. Los daños producidos en breve tiempo fueron sorprendentes y de difícil reparación".

Cuando decía que tengo a Bergman entre mis primeras preferencias porque fue capaz de convertir el cine en lo más parecido a la literatura, anoto también su pasión por la originalidad, esa terca determinación de no caer nunca en los lugares comunes, de convertir cada vez el acto de la creación artística en una aventura que siempre comienza de nuevo, desde cero.

La ola perfecta, el tumulto desbordante que nos inunda en cada una de sus películas. Fuerza y sosiego. Porque también de su mano brota la suave luz de la linterna mágica que arde para siempre sin apagarse.

www.sergioramirez.com

 
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