Eje Central
Dos años, ocho meses, 14 días
Edgardo evita tropezar con las mercancías que invaden las aceras. Si lo hace, los comerciantes le reclamarán a gritos y él no está para discusiones. Mira su reloj y piensa en lo que le costarán dos horas de estacionamiento. Una cosa lo lleva a otra: no ha pagado la verificación ni la multa por invadir el carril de contraflujo. Emma le advirtió que no lo hiciera y después, durante la cena, estuvo reprochándoselo con demasiado encono.
Lo entristece pensar en lo mucho que ha cambiado su esposa, pero también la comprende: ella está cargando con la responsabilidad de sostener la casa desde hace dos años, ocho meses y 14 días, el mismo tiempo que él estuvo desempleado. Hoy al fin consiguió trabajo y donde menos lo esperaba: en la revista de Leopoldo Valle, su antiguo compañero de escuela.
Se encontraron un domingo en el supermercado. Leopoldo le entregó su tarjeta y le pidió la suya. Edgardo fingió buscarse la cartera y acabó por decir que la había olvidado. Leopoldo le hizo una broma: "Mejor, así tu esposa tendrá que pagar la cuenta".
De regreso a la casa, Emma hizo hasta lo imposible para convencerlo de que Leopoldo no había tenido intención de humillarlo: "El no sabe que estás sin trabajo. Hasta te preguntó cómo iban las cosas en el despacho". Edgardo le había dado una respuesta vaga. Por la forma en que su antiguo compañero desvió la mirada comprendió que no había podido engañarlo. Eso lo irritó aún más y arrojó la tarjeta de Leopoldo en una bolsa del supermercado.
Edgardo reconoce que las mujeres tienen un sexto sentido para valorar las cosas. Si Emma no hubiera guardado la tarjeta de Leopoldo, a estas horas seguiría enviando su currículum a todas partes desde el café-Internet: revendió su computadora a su hermana Elsa. Hacer el trato no fue nada fácil. Ella olvidó el parentesco y actuó como una experta en gangas: "Sí, ya sé que la computadora está casi nueva, pero con lo rápido que las modernizan dentro de seis meses ya no me servirá. Te doy mil 500".
II
El desempleo le había dejado a Edgardo amargas experiencias, la peor, haber visto lo mucho que su familia y sus amigos habían cambiado desde que perdió el trabajo. Quizá, como aseguraba Emma, fuera él quien se había convertido en un hombre huraño y susceptible. Detalles a los que nunca les había concedido importancia de pronto se volvieron trascendentes.
Si se enteraba de alguna celebración a la que él y su mujer no habían sido invitados, se daba por ofendido y prometía venganzas terribles contra los parientes y amigos que lo rechazaban por saberlo en desgracia.
Edgardo se avergüenza al recordar que, obsesionado por los desaires, en vez de leer el aviso oportuno se pasaba las horas revisando los obituarios y las secciones de sociales en busca de nombres conocidos. Por la noche recibía a Emma con su lista de agravios:
"Se murió el yerno de mi tía Aída y no nos avisaron". "Poncho y la Nea hicieron su primera comunión. Es increíble que tus hermanos no nos invitaran".
En la intimidad era todavía más susceptible: cuando iban a la cama y su mujer se mostraba fatigada, Edgardo veía su desgano como una ofensa y un motivo de sospecha. Llegó a acusarla de tener amantes. Ella le exigía pruebas, nombres. Ante la imposibilidad de dárselos, él acababa por disculparse llorando y ella por entregársele sin entusiasmo, como quien acepta lo inevitable.
III
Edgardo suspira aliviado al pensar que todo cambiará ahora que al fin consiguió empleo en la revista de Leopoldo: 32 páginas en las cuales los anuncios, la sección de espectáculos y deportes son intocables. El resto de los materiales, inclusive el breve editorial que escribe el propio director, puede moverse de sitio o eliminarse en caso de que a última hora aparezca otro anunciante.
Leopoldo se mostró orgulloso de la sección cultural: la convirtió en una serie de mininotas que inserta para llenar huecos. En el último número de la revista, entre un anuncio caliente y otro de una vulcanizadora, incluyó, con un encabezado que le pareció ingeniosísimo, las noticias que enlutaron al cine mundial: "Bergman y Antonioni: dos grandes directores, bien fríos".
Edgardo tuvo que celebrarlo, fingirse muy interesado y ocultar su impaciencia por saber en qué consistiría su trabajo. Cuando Leopoldo le dijo que iba a encargarlo del horóscopo y de la sección de hechos insólitos -"todo muy breve"-, estuvo a punto de renunciar.
Desistió sólo de imaginarse otra vez sentado ante el televisor mientras escuchaba el sonido de la lavadora y olía a pinol. Todo era preferible a ese infierno lleno de martirios. Los peores, recibir pequeñas cantidades de manos de su mujer o acompañarla al súper y fingir ante las cajeras que había olvidado sus tarjetas de crédito. Para reforzarlo, Emma procuraba hacer comentarios maliciosos -"¿En qué andarás pensando?"- que él le agradecía como si fuera bálsamo para sus heridas.
IV
Edgardo piensa en que buscará un teléfono público apartado para llamar a Emma y darle al fin una buena noticia. Acelera el paso. Quiere llegar cuanto antes al estacionamiento. Desde lejos ve la fila de personas que van rumbo a la caja. Imagina lo que el dueño del negocio ganará a diario. Por los coches que entran y salen en ese momento calcula que quizá mil veces más de lo que él cobrará a la semana como redactor: 450 pesos y una mínima comisión por los anuncios que logre vender.
Se pregunta si para eso estudió leyes a costa del sacrificio de sus padres. Desde que le negaron el último préstamo no ha vuelto a visitarlos. Antes de salir dando un portazo, les juró que pronto iba a pagarles los pinches 9 mil pesos que les debía y les sigue debiendo. Con el sueldo que le asignó Leopoldo difícilmente podrá hacerlo, a menos que busque otro trabajo.
Llega a la caja y la empleada le pide su boleto. Edgardo está seguro de que se lo guardó en el bolsillo interior del saco, pero no lo encuentra. La empleada le sugiere que lo busque bien. Lo hace pero es inútil. Escucha las protestas de quienes esperan su turno y prefiere hacerse a un lado para seguir buscando la contraseña sin estorbar a nadie.
Un acomodador se le acerca y le dice que si no encuentra su boleto tendrá que esperarse hasta que hagan la contabilidad del día y verifiquen el tiempo que estuvo estacionado. Además deberá pagar 100 pesos de multa. Edgardo protesta por lo que califica de robo. El empleado le muestra el reverso de otro boleto y lee en voz alta lo escrito en letras pequeñas: "En caso de extraviar esta contraseña, el cliente deberá identificarse ampliamente como dueño del vehículo y cubrir la cuota de 100 pesos".
Edgardo hace un cálculo rápido: el monto equivale a la cuarta parte del sueldo que aún no cobra. Otra vez busca inútilmente en sus bolsillos y llega a la conclusión de que olvidó la contraseña en la oficina de Leopoldo. Volver allá le repugna, pero no tiene más remedio.
Camina acelerado y, sin darse cuenta, pisa los lentes que se venden en un puesto callejero. El dueño se precipita para exigirle el pago del daño. Edgardo se defiende: no fue su culpa y no pagará nada. El comerciante lo amenaza con que llamará a una patrulla y él termina cediendo.
Al sacar el único billete que hay en su cartera cae al suelo la contraseña del estacionamiento. Ya puede ir por su automóvil, pero no le queda un centavo, ni siquiera lo suficiente para comunicarle a Emma la primera buena noticia en dos años, ocho meses y 14 días.