Usted está aquí: lunes 2 de julio de 2007 Opinión 2 de julio: viraje a la incertidumbre

Editorial

2 de julio: viraje a la incertidumbre

Hoy hace un año la vida política del país se vio severamente alterada por una elección presidencial que, lejos de culminar una transición venturosa a la normalidad democrática, puso de manifiesto el enorme abismo que separa al país oficial del país real y que mostró, en toda su crudeza, límites y miserias de un sistema político que no da para más. La jornada del 2 de julio de 2006 fue la culminación de un proceso de descomposición institucional que venía de antes del foxismo, pero que éste llevó a grados extremos de patrimonialismo, presidencialismo desbocado y hasta delirante, abuso de poder, falta de respeto a la división de poderes y al federalismo. En esa fecha dio comienzo en el acontecer nacional un periodo incierto y oscuro cuya salida no se ve cercana.

Hay que recordar que, en la segunda mitad de su mandato, Vicente Fox, obcecado con la disparatada ilusión de legar el cargo a su cónyuge, se empecinó en destruir por todos los medios a su alcance a quien desde 2004 despuntaba como el aspirante presidencial con más arraigo en el ánimo popular, el entonces jefe de Gobierno capitalino Andrés Manuel López Obrador. Desde las altas esferas del poder político, económico y mediático se organizó una conjura para desprestigiar, derrocar, inhabilitar y hasta encarcelar al gobernante de la ciudad de México, no en virtud de un celo legalista, como entonces se dijo, sino por un encono personal, como posteriormente lo admitió el propio Fox. Con tales propósitos se usó de manera facciosa y se envileció a las instituciones del poder público, y se ensució por adelantado el proceso de sucesión presidencial.

En el último tramo de las campañas, la injerencia indebida de Los Pinos y sus aliados se volvió notoria hasta para una autoridad electoral sumisa a los dictados presidenciales y surgida de una componenda entre los dos partidos del grupo en el poder y la mafia que controla, hasta la fecha, el sindicato de educadores. Durante la jornada comicial el desaseo se hizo evidente de múltiples maneras: hay que recordar que el primer mensaje del todavía titular del Instituto Federal Electoral, Luis Carlos Ugalde, fue incorporado en la transmisión presidencial como si hubiese sido una cápsula publicitaria; la inexplicable tardanza para entregar los resultados y las tendencias estadísticas inverosímiles recordaron la célebre "caída del sistema" de cómputo que cobijó el fraude electoral de 1988.

La elección habría podido legitimarse y las sospechas habrían podido ser disipadas con un recuento del total de los sufragios, pero el máximo tribunal electoral se negó a ordenarlo, efectuó conteos parciales que ratificaron el cúmulo de inconsistencias y luego, en un fallo que será recordado como ejemplo de incoherencia, dio por bueno el proceso a pesar de que éste había padecido "irregularidades graves". Como puntilla, el entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Mariano Azuela, se negó a ejercer la facultad de ese órgano para intervenir ante la presunción de violaciones graves al voto, argumentando que el artículo constitucional correspondiente había sido "redactado con los pies".

Con tales antecedentes, y con el trasfondo de la masiva protesta ciudadana, Fox no pudo comparecer ante el Congreso para rendir su último Informe de gobierno, y Felipe Calderón fue uncido de manera totalmente irregular, con un acto de toma de posesión anticipado, equívoco, estrafalario y ominoso -por la entrega de la banda presidencial a un militar-, realizado en Los Pinos y sin más audiencia que las cámaras de televisión. El primer día de diciembre del año pasado, el ahora huésped de Los Pinos hubo de ingresar, literalmente, por la puerta trasera del Palacio Legislativo para rendir una protesta apresurada que le permitiera ostentarse como presidente de México.

Como era de preverse, el déficit de legitimidad se ha dejado sentir en todas y cada una de las acciones de la administración así formada. En cambio, la persistencia del movimiento ciudadano que se inició con el rechazo al desafuero de López Obrador y que se transformó en base de apoyo de la campaña del candidato presidencial de la coalición Por el Bien de Todos ha dado origen a la Convención Nacional Democrática y, a juzgar por la masiva concentración que ésta realizó ayer en el Zócalo capitalino, se ha consolidado y se ha convertido en un fenómeno político que trasciende, por su raigambre y su horizontalidad, a los tres partidos que integran el Frente Amplio Progresista. Podría parecer sorprendente que, a un año de que su dirigente fuera derrotado -según la versión oficial- en las urnas, este movimiento logre sacar a las calles a centenares de miles de personas que siguen enarbolando las banderas de la campaña electoral, más otras. Para comprender el hecho resulta necesario ver al movimiento lopezobradorista no como un rescoldo comicial, sino como la expresión más visible y estructurada de un descontento social profundo y extendido ante la creciente desigualdad, la miseria de amplios sectores de la población, la corrupción inveterada en el sector público, los usos gubernamentales antidemocráticos y ahora, para colmo, cada vez más desembozadamente autoritarios.

Todo indica que esta protesta social, organizada y pacífica, no va a diluirse, y no necesariamente por méritos de sus dirigentes, sino porque, a lo que puede verse, el gobierno seguirá multiplicando los motivos del descontento: en sus primeros siete meses, el calderonismo, en vez de buscar la generación de consensos y la superación de la fractura nacional, ha ejercido el poder con el amago de la represión contra sus opositores, ha mantenido la política económica hambreadora imperante desde el salinato y ha gobernado con obsecuencia ante la corrupción foxista, con entreguismo frente a Estados Unidos y los capitales trasnacionales, con insensibilidad social, política y cultural, y con una alarmante falta de comprensión de los grandes problemas nacionales. En tanto, el deterioro de las instituciones sigue su curso y se ha ahondado la brecha, nefasta herencia del foxismo, entre el país real y la república de la simulación que florece en los discursos oficiales.

 
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