La encarnadura trágica de Tomás
Arrolladoramente los aficionados catalanes y los que llegaron del resto del mundo, vivieron en la monumental plaza barcelonesa el domingo pasado la hondura del toreo de José Tomás, que entró en su regreso a los toros en delirio. Quiso perpetuar con avidez esos refilonazos angustiosos que da su original quehacer torero que, no es ballet o mera estética. Obsesionado por la pureza de su lancear los bureles siguiendo los principios básicos de torear: parar, templar y mandar, consiguió imprimirles su sello personal a los toros de Núñez del Cubillo y dramatizar su pase natural, en que se sentían los pulsos del silencio al prestarle encarnadura trágica, ansiosa, palpitante. Así, sobrexcitó, pero sin movimientos, ni revulsiones estáticamente, sin un mínimo movimiento de pies, lo que puede revelar esa confesión íntima que es el torear ya estando muerto, que da el valor para rematar los pases, al llegar el toro a la muleta debajo de la pala del pitón, hasta enroscárselo en la cadera y provocar el éxtasis de los afortunados que lo contemplaban, sintiendo cuchillos negros que les rasgaban el vientre, escalofriados.
José Tomás con su torear amontonó la fantasmagoría del toreo, le dio suspenso metafísico y apretó su sino, al extraer de su raza subterránea, volcánica, lo que late en sus arterias.
Polvo de tradiciones de ganadería de campo bravo españolas y mexicanas, estas últimas en las que terminó de pulir ese temple que le dio el toro mexicano -detalle que olvidan los crónicos españoles- y es esa ardiente cadencia de vuelo de su muleta sensual donde al elevarse y descender al embarcar al toro de adentro a afuera y de afuera a adentro, tortuoso y estrecho, aparece bajo el milagro de su encantamiento su pase natural, único, irrepetible.