Crimen perfecto
Ampliar la imagen Ryan Goslin interpreta a un brillante fiscal en la cinta dirigida por Gregory Hoblit
Presentar un crimen pasional que el espectador presencia en los primeros minutos de proyección como un caso casi ya resuelto, y transformarlo luego en un verdadero enigma, confrontando dos inteligencias (la del fiscal y el asesino) a la manera de un juego de ajedrez, tal es la propuesta de Gregory Hoblit, el muy hábil realizador de Crimen perfecto/Fracture, quien en 1996 también dirigiera La raíz del miedo/Primal fear. En aquella cinta, protagonizada por Richard Gere y Edward Norton, la premisa era semejante y exploraba el asesinato de un arzobispo supuestamente perpetrado por un monaguillo. La aparente evidencia daba lugar a una trama más compleja donde el recelo y las pistas falsas eran elementos eficaces de suspenso. El título original de la nueva cinta de Hoblit, Fractura, alude a toda falla, inconsistencia o fisura en la personalidad o el comportamiento que pudiera derribar cualquier juego mental bien resguardado. El ingeniero en aeronáutica Ted Crawford (Anthony Hopkins) reta al poder judicial que lo procesa, elige prescindir de un abogado y se vuelve su propia defensa en el juicio por haber asesinado a su esposa infiel, y juega luego, maliciosamente, con la debilidad narcisista de Willy Beachum (Ryan Gosling), el joven fiscal encargado del caso.
La inteligencia de este ingeniero, la sofisticación con que confunde las pistas, y sus sorprendentes conocimientos jurídicos, hacen que el crimen del que él mismo se ha declarado culpable carezca de las evidencias necesarias para justificar una condena, lo que técnicamente lo vuelve un crimen inexistente, un crimen perfecto.
En este elogio de la perversión mental, interpretado estupendamente por Hopkins, el Aníbal Lecter de El silencio de los inocentes (Demme, 1991), lo que surge en cada sesión de tribunales, en cada llamada telefónica entre Crawford y Beachum, y en sus encuentros cargados de tensión e ironía, es el combate de dos egos dispuestos a aniquilarse mutuamente. Una lucha generacional en la que un viejo zorro tiende trampas a su joven cazador prepotente. La petulancia del fiscal sólo es comparable con la brillante malicia de quien se siente tentado a humillarla en público y en privado. Crimen perfecto es un thriller sicológico cargado de suspenso y astucia, con un amplio espacio para la participación del espectador, el cual adelanta sus propias conjeturas, quedando siempre a un paso de la intuición certera.
Los guionistas Daniel Pyne y Glenn Gers construyen la trama a la manera de ese mecanismo de astrofísica que es la posesión fetiche de Crawford, inteligencia matemática. En uno de sus diálogos con Willy Beachum, el hombre maduro, figura paternal y condescendiente, le advierte de los flancos que deja abiertos su petulancia juvenil. La brillantez del litigante, para quien cualquier cargo es apenas digno de su talento (97 por ciento de juicios ganados), es su privilegio, pero también su fisura principal, misma que aprovechará el asesino a cada instante.
Esta parábola de la vanidad castigada vale sobre todo por la actuación maestra de Anthony Hopkins, quien se expresa más a través de guiños maliciosos, tics inquietantes y provocaciones gestuales, que de la misma palabra. ¿Quién persigue a quién en esta lidia de voluntades que la cámara captura con enorme solvencia? De modo muy irónico, Crawford le propone al fiscal, al inicio de la cinta, abandonar su tarea y convertirse en su defensor, y le augura en ello una mejor suerte. Crimen perfecto es una cinta bien armada, con un desenlace tal vez por debajo de lo mucho que promete la trama. Un thriller libre de artificios técnicos y de la larga monotonía que suele aquejar al drama de tribunales. Un entretenimiento inteligente en una cartelera comercial sin mayores sorpresas.