Usted está aquí: domingo 17 de junio de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

La caída del águila

Llevo dos semanas de trabajar aquí. En esta calle los accidentes y los pleitos son cosas de todos los días, por eso hoy, cuando escuché gritos, no hice caso. De pronto se me llenó la farmacia de gente. Dos jóvenes sostenían a un hombre que se tambaleaba. "¿Está borracho?" "No. El Macaco, un franelero que se cree el dueño de esta cuadra, lo golpeó muy feo en el pecho. A lo mejor le afectó el corazón".

Aclaré que no soy doctora y sólo podía alojar al golpeado mientras llegaba una ambulancia. "Voy a ir por una patrulla para que se lleve a El Macaco. Desde que apareció aquí no permite que nadie trabaje en su cuadra y al que se atreve a hacerlo, lo deja como a este pobre", dijo Patricia, la mesera de Las Pequeñas Delicias.

El golpeado se opuso: "No llamen a nadie. Ya casi estoy bien. Lo único que tengo es mareo. Si descanso un rato se me pasará". Los muchachos lo depositaron en la única silla que tengo y le ofrecí un vaso de agua. Apenas pudo sostenerlo porque temblaba. Seguía asustado. Le pregunté su nombre y tardó en responder: "Eufrasio". "¿No quiere que mejor lo llevemos a su casa? ¿En dónde vive?"

Eufrasio levantó las cejas: "Por los Remedios". "¿Y qué anda haciendo por acá?" "Chambeando, ¿qué más? Por ciento, ¿no vieron mi franela? Voy a necesitarla para seguir jalando". Patricia se apoyó en su hombro: "Como no quiere que vayamos por una patrulla, mejor búsquese otra calle. Si se queda aquí volverá a tener problemas con El Macaco. Es un desalmado: por un peso es capaz de cualquier cosa. Imagínese qué no hará por diez. ¿Eso fue lo que le dio el señor que le dejó encargado su coche?" "Sí, pero El Macaco me los arrebató".

Poco a poco los curiosos se fueron. La última en salir fue Patricia. Sentí temor de quedarme sola con Eufrasio y de que pudiera sucederle algo: "¿Seguro que está bien?" "Mejor que antes". "¿Le duele menos el golpe?" Levantó la cabeza y me miró: "No, la conciencia. Y yo que ni me acordaba. Hace uno las cosas sin pensar que alguien va llevándonos la cuenta y un día nos la cobrará".

Creí que Eufrasio deliraba. Más me preocupó verlo cerrar los ojos. "¿Tiene sueño? Cuando uno recibe un golpe es mejor no dormir". Tardó en hablar: "Dentro de pocos años, ¿quién le presentará la cuenta al tipo ése? No estaré para verlo, pero estoy seguro de que dirá lo que acabo de decirle a usted: Y yo que ni me acordaba". No resistí la curiosidad: "¿De qué?"

II

"De cuando fui Hombre-Aguila. Era joven, estaba fuerte y podía cargar la máscara, el escudo, las alas. Todo prestado, hasta mi macana. Era de mi padrino Claudio: cada año la hacía de soldado romano en Iztapalapa. Abandonó las representaciones cuando ya no pudo echarse tres, cuatro kilómetros al rayo del sol. No es por presumirle pero llegué a caminar mucho más, aunque estuviera vendiendo en un mismo crucero.

"Cuando mi padre nos abandonó yo era todavía un chamaco. Desde entonces vendí de todo para sostener a mi madre. Luego lo hice para mantenerme. Andaba

por todas partes vendiendo limones, cerillos, ajos, zacates, monos de peluche, refrescos, dulces. Un despachador me aconsejó que tratara de quedarme en un solo lugar, porque de otra forma no haría clientela. Le hice caso, pero créame que no fue fácil hacerme de un sitio fijo.

"Cuando llegué al crucero de Sullivan encontré de todo: desde tragafuegos y muchachos que se revolcaban sin camisa sobre vidrios, hasta enfermos. A los que éramos vendedores de toda la vida nunca nos pareció justo que a una persona, nomás por estar gangrenada o tullida, le llovieran las limosnas. En cambio nosotros, para ganarnos un centavo, teníamos que correr de un lado a otro toreando coches, camiones y tráileres.

"Busqué la forma de emparejar las cosas. En cuanto terminaba mi venta me iba a San Hipólito para pedir a San Juditas que me sucediera un accidente chico porque, según yo, sería más fácil vender con una pata chueca o un brazo jodido. Nunca me sucedió nada porque mi madre siempre rezó por mí, hasta cuando le rogué que mejor ya no lo hiciera.

III

"Después del 85 la competencia se puso tan dura, que pensé en irme a otro crucero. Mi mamacita me hizo entender que si me iba de mi lugar otro llegaría a ocuparlo. Y sí, todo el tiempo aparecían pordioseros y vendedores nuevos. Un día llegó una muchacha con la cara pintada de negro y alas blancas. Llamó mucho la atención y todos los que pasaban por allí le ponían monedas en la mano, sin que ella se molestara en pedir.

"Ya sabe usted: lo que hace la mano hace la tras.

"Enseguida se disfrazaron todos los vendedores de Sullivan. El crucero se volvió un carnaval en donde había tragafuegos, diablos, charros, cantinflas, toreros, payasos, domadores y hasta novias con su vestido blanco y toda la cosa. En medio de tanto desfiguro, ni quién se interesara en comprarme mis trapos de cocina, que era lo que yo vendía entonces.

"Otra vez pensé en cambiarme de crucero. Mi madre me dijo que en Sullivan ya tenía mi lugarcito, lo único que necesitaba era competir poniéndome un disfraz más llamativo que el de los otros vendedores. Recordé que mi padrino, en sus tiempos de aspirante a luchador, se ponía un disfraz de Hombre-Aguila. Siempre me gustó, porque me recordaba el verso que me aprendí en cuarto de primaria, el último año que estuve en la escuela: '¡Oh Caballeros Aguilas! ¡Oh Caballeros Tigres! Os traigo mis canciones'.

"Mi padrino me facilitó el disfraz y me aconsejó cambiar de giro. Dejé los trapos de cocina y me puse a vender cuchillos. Lo más difícil fue acostumbrarme a la máscara, porque no me dejaba respirar. Me fregué ensayando todo un domingo completo, pero valió la pena: el lunes que me presenté en Sullivan, mis competidores se achicaron. Y más cuando desplegué las alas para exhibir las cajas de cuchillos.

"En esa temporada me fue muy bien con las ventas y hasta me hice popular: los gringos me tomaban fotos y los periodistas querían entrevistarme. Los otros vendedores, con todo y sus disfraces, se retiraron del punto y quedé como su único dueño hasta que se presentó un viejo para vender chicles. Lo había olvidado, pero ahora lo recuerdo como si lo tuviese frente a mí: era poco más o menos de la estatura que tengo ahora -uno al paso de los años se achaparra-, calvo, con una cicatriz en la frente, chimuelo. Iba vestido de harapos y se veía que le costaba mucho trabajo caminar.

IV

"Despertó la compasión de todo el mundo. La gente se indignaba de que un hombre tan viejo y enfermo tuviera que salir a vender para sostenerse. Enseguida le compraban sus chicles mientras a mí ni me veían. Sentí tanto coraje como si mi padre me abandonara de nuevo, y esperé al anochecer para vengarme. Cuando supuse que nadie nos veía, le di al viejo un golpe tremendo en el pecho y lo amenacé con darle otra vez si regresaba a mi territorio. Asustado, con muchos esfuerzos, el viejo se levantó, pero antes de alejarse hacia el Circuito se me quedó mirando sin decir nada. Hoy comprendí lo que intentó decirme con su silencio y le pagué la ofensa."

Lloroso, temblando, Eufrasio se levantó. Pensé que iba a caerse. "Quédese. Es peligroso que salga si aún está mareado". Ignoró mi advertencia y abandonó la farmacia. En la acera de enfrente El Macaco lo observaba todo en actitud de fiera que protege su territorio. Al pasar junto a él, Eufrasio se detuvo a mirarlo en silencio. Presiento que El Macaco no tardará muchos años en descifrar el mensaje.

 
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