Pésima memoria
Con gran indignación leí hace unos días la noticia de que en España no permiten el ingreso de ciudadanos mexicanos si no comprueban que cuentan con recursos suficientes, acreditan la reservación de hoteles y muestran el boleto de regreso.
He tenido noticias confiables de que se trata de una medida decretada por la Unión Europea para impedir la estancia de extranjeros que, por regla general, lo que buscan es quedarse en Europa en busca del tan ansiado empleo. Me dicen, inclusive, que el ingreso de inmigrantes ilegales -así les llaman- por la vía aérea es mucho más intenso que en las famosas pateras, barquitos que sirven para muy poco y de los cuales muchas veces son más los muertos que los vivos los que llegan a las costas o son sorprendidos por los barcos encargados de impedir su acceso. Es sabido que las pateras vienen de Africa, particularmente de Marruecos, donde la falta de empleo lleva a estos aventureros a jugarse la vida -que muchas veces pierden- a cambio de la remota oportunidad de conseguir un trabajo en labores agrícolas. Los tripulantes de las pateras suelen ser de raza negra, lo que hace más difícil que, aun en el improbable caso de que alcancen las costas españolas, puedan pasar inadvertidos y lograr la residencia, aunque sea la precaria, del inmigrante ilegal.
Por supuesto que el tema conduce a comparaciones de nuestras propia emigración hacia Estados Unidos, tan llena de riesgos como la de los africanos y debida a causas muy semejantes. Lo que me causó dolor fue que España rechace a los mexicanos, a partir de un gobierno socialista que, por lo visto, ha perdido la memoria respecto del exilio que gracias a mi general Lázaro Cárdenas nos permitió a muchos miles de españoles escapar de la dictadura franquista sin cumplir otro requisito que nuestra propia identidad y circunstancia. Claro está que todo se confirmaba por venir en alguno de los barcos que hicieron el traslado desde Francia, como fueron, entre otros, el Sinaia, el Mexique y, memoria personal en juego, el Cuba, con el que viajamos desde Burdeos con destino a la República Dominicana, cuyo dictador, Leónidas Trujillo, no nos permitió desembarcar a los cerca de 500 españoles. El Cuba llegó a su destino final en Martinica, y desde allí, en un barquito disminuido denominado contradictoriamente Santo Domingo, navegamos a México y llegamos a un puerto de nombre imposible: Coatzacoalcos, el Puerto de la Esperanza como con tanto acierto lo calificó Eulalio Ferrer.
Ya instalados en México, en toda clase de condiciones, nada nos impidió hacer una vida normal: estudios, empleo, labores académicas, actividades profesionales, teatro y cine, periodismo, pintura, literatura y, entre otras, las actividades políticas, que nunca nos fueron ajenas. Se nos permitió todo, y yo digo, con particular orgullo, que el exilio español fue para México una excelente inversión. Pero no faltaba acto, que había muchos, en que se mencionara a Cárdenas, que no se desatara una enorme ovación, como alguna vez se lo oí decir a Ernesto Guasp, el inolvidable dibujante. El gobierno español invoca ahora, como razón de ser, las exigencias de la Unión Europea, que empieza a estar harta de la presencia de quienes no han nacido en los países que la integran. Me pregunto, por supuesto, si esas reglas de conducta son obligatorias o si cada uno de los países que integran la UE no podría invocar razones especiales para no cumplir esas disposiciones generales. Me cuesta trabajo aceptar que la soberanía nacional haya quedado pervertida por la obediencia ciega a mandatos que no toman en cuenta las razones particulares de cada país miembro. España no tiene derecho a rechazar el ingreso de mexicanos, obviamente adecuadamente documentados, que pretendan llegar al país, aunque pueda sospecharse que su intención sea la de quedarse para conseguir empleo. Las puertas de España siempre han estado abiertas, y en particular, a los mexicanos. En este momento (y menos si está gobernada por socialistas) no puede España faltar a la altísima responsabilidad de hacer honor a un compromiso histórico que pocos países han tenido, como el de pagar, en la mínima medida, una deuda que, por otra parte, es claramente impagable. En otros tiempos España abrió las puertas a muy distinguidos exiliados mexicanos, como Martín Luis Guzmán, probablemente el mejor escritor mexicano del siglo XX, y Alfonso Reyes, poeta y literato inolvidable. Debo suponer que eso ocurrió principalmente durante la monarquía. Pero en la Guerra Civil la presencia del lado de la República de las Brigadas Internacionales, que tanto contribuyeron a la defensa de Madrid, fue definitiva. América Latina ha sido la prolongación de España, o de la península ibérica si se quiere, como yo quiero considerar también a Brasil. Una prolongación que ha asumido su propia personalidad. Pero conserva el idioma, en sus dos versiones, las costumbres buenas y malas y los valores comunes. México ha hecho suya la memoria de un español fundamental como fue Francisco Javier Mina, que luchó por nuestra Independencia. El gobierno de España debe rectificar. Su enorme deuda histórica con México lo exige.